A COMER SAPOS Y CULEBRAS


Si desea hacerle creer al pediatra que su hijo come de todo, pues que le vaya bien. Yo no la voy a delatar (entre súper héroes, no nos pisamos la capa). Pero al menos no se mienta. Yo no conozco a ningún niño que “coma de todo”. Y no me extraña. Los niños, como cualquiera, tienen preferencias. Y en el ámbito de la comida esto se nota desde antes de que puedan hablar (los primeros balbuceos de mi hija incluía a los cocós –cualquier ave-, el gungún –auto-, las pampufaz –pantuflas- y la caca –que usaba para sus deposiciones y la crema de espinacas!).

Si desde bebés los hubiera dejado a su antojo, mis hijos el día de hoy sólo comerían tallarines y papas fritas. Pero sabemos que para que un niño sea sano y fuerte, requiere de una buena alimentación. Esto es, que incluya pescados, lácteos, legumbres, verduras, frutas, carbohidratos y carnes rojas y blancas. Y se puede lograr que coman de casi todo esto. Al menos, lo que a mí me ha funcionado para que mis hijos coman sapos y culebras, es guiarme por dos principios básicos. A saber:

La principal dificultad para que los niños tengan una alimentación variada está en los prejuicios de los adultos. Muchas madres creen a priori que ciertas comidas no les van a gustar. Sin embargo, entérense que tengo una sobrina de 5 años que se vuelve loca con el jamón serrano y los calamares (¡!), un hijo de 8 que –si no lo paro- podría comerse él solo un frasco de láminas de jengibre en vinagre y vaciar un plato de pebre (aunque la boca le arda, se toma un litro de agua y sigue comiendo), un sobrino que apenas camina pero que es capaz de desarmar el living por alcanzar unas aceitunas moradas y amargas, una hija que puede comerse un ciento de machas como si fueran chocolates y la hija de una amiga que pide como tentempié tiritas de morrón crudo. Así es que, aunque suene de Perogrullo, el primer paso para que coman de todo, es que prueben de todo.

¿Y qué hacemos con el pescado y otros alimentos, que deben comer pero que generalmente no les gustan? Fácil para una Mala Madre: engáñelos! O bueno ya, lo digo bonito, cual buena madre de sonrisa indeleble que amanece peinada, sin la pintura corrida y aliento de algodón dulce: los hago probar distintas recetas. Les cuento: El pescado al horno no lo pasan mis hijos (la verdad, yo tampoco). Sin embargo, hecho ceviche hace que nos peleemos el plato. Una hermana mía detestaba el choclo, pero moría por las humitas (creo que a los veinte años se enteró de la cruel realidad y necesitó psicólogo para superarlo). Mi hija adora los porotos y los garbanzos, mismos que mi hijo odia. Sin embargo, se traga el plato feliz si en un segundo se los convierto en crema (bendita maquinita un-dos-tres). Mi hijo ataca cual tigre de la sabana un bife que se sale del plato y chorrea sangre, mismo que a mi hija le causa náuseas. Por lo que para ella, lo sirvo en finas láminas con mucha palta, lechuga y tomate. A uno le encanta la cazuela y se repite el plato (¡y que, por favor, le pongan cilantro picado!), y la otra (cual Mafalda) sigue odiando la sopa, por lo que a ella se le sirve casi sin caldo y le parece exquisita ¡plop! (me recuerda a mí, que cuando de niña me descomponía al ver los círculos de aceite que flotaban en la superficie de la sopa).

A fin de cuentas, el truco que me resulta para que la dieta de los niños sea balanceada y variada, es la obligación de probar (látigo en mano). Y deben pasar por la tortura más de una vez. Porque, aunque no lo crean, la sensibilidad como el gusto, se educan. Así, la primera vez que mis hijos probaron sushi, lo encontraron asqueroso. Seis meses después, igual de malo aunque les gustó comerse el borde crujiente de los rebozados en panko. Actualmente, me arrepiento de haberles dado a probar porque comen como marabuntas.  

LAS MALAS MADRES SOMOS LEONAS


Venía de vuelta de dejar a mi marido en su oficina. Y como cada día, tenía planeado estacionar el auto en nuestra casa e irme a un agradable café cercano donde suelo trabajar. Cuando esperaba para virar hacia mi calle, vi a un chiquito apoyado en un poste que lloraba en silencio, disimuladamente. Su cara permanecía inmutable mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Vestía el uniforme del colegio al que también van mis hijos y que está justo en frente. El cielo estaba despejado y el piso húmedo. Hacía mucho frío. Una mujer, muy dulce en sus gestos, le hablaba, le acariciaba el pelo. Y cada tanto se inclinaba para hablarle mirándolo a los ojos. El chiquito miraba al infinito. El bocinazo insistente y prepotente de un automovilista de la exclusiva zona a la que dudo logre habituarme, me recordó que ya podía virar. Así es que me alejé de los dos seres que capturaron mi atención -y corazón- por unos breves, y curiosamente larguísimos segundos.
Dejé mi auto, recogí mi computador y mis papeles de la casa, y me fui caminando a mi café. No había avanzado mucho cuando los descubrí donde mismo. He visto cientos de mamás con sus hijos a la entrada del colegio. Como vivo cerca, es una escena que se repite cada día. Pero había algo esta vez, no sabría decir qué, que me inquietó. Algo, claramente, no andaba bien. Seguí caminando sin perderlos de vista. Suelo ser una persona respetuosa. A mí la buena educación me dice que no hay que meterse en asuntos ajenos salvo que algo se vaya de las manos, que haya un peligro evidente. Aquí no, no había gritos ni zamarreos. Sólo una mujer que habla con su hijo. Sin embargo, no sé por qué, quizás porque no soy tan educada como creo o quizás porque mi corazón responde a otros llamados para los que mi razón es sorda, cuando los tuve cerca les dije “¿Está todo bien? ¿Necesitan algo? Vivo cerca…”.

Podría haber seguido de largo. Ellos hablaban tranquilamente y ella no dejaba de acariciar la cabeza del chiquito. Cuando le hablaba, le buscaba la mirada pero él seguía sin estar; estaba su cuerpo que temblaba, pero él estaba lejos, muy lejos. Eran casi las 10 de la mañana, así es que el muchachito llevaba un par de horas parado (¿paralizado?) a pasos de la entrada del colegio. No se había sacado la enorme mochila de la espalda. Sé que pesa una enormidad porque mi hija carga una igual. El niño es muy delgado y tiembla con el frio que a todos nos cala. Es una mañana después de una copiosa lluvia, es una mañana de esas engañadoras con un sol radiante que no calienta nada. Y confirmo que mi alarma no era infundada. La dulce mujer me dice que no es su hijo, que volviendo de dejar a sus propios hijos lo vio detenido en esa esquina y que algo la inquietó. No necesitamos conocernos con esa mujer para, en ese minuto, hermanarnos. Su angustia es la misma que me recorre a mí de pies a cabeza.

El chiquito no quiere entrar al colegio. “Hijo, no te puedes quedar aquí” dice ella. “No puedo entrar”, dice él. “Pero ¿por qué?, te acompañamos si quieres” “No, no puedo”, es todo lo que logramos sacarle. Sigue llorando en silencio y entre las dos intentamos reconfortarlo, hablamos y hablamos y parecemos dos leonas lamiendo a un cachorro asustado. El chiquito no habla, sólo tiembla y llora. No tiene más de diez años y está en la calle solo. Le ofrecemos llamar a su mamá o a quien quiera. Se niega. Ya no recuerdo todo lo que dijimos entre esa cercana desconocida y yo. Que no importaba por qué no había entrado cuando debía, que no se preocupara, que quizás la inspectora lo iba a retar por llegar tarde pero que bastaba que le explicara que no se sentía bien, que nosotras podíamos ayudarlo y hablar con ella, que llamáramos a su mamá, que ella iba a entender sus razones cualquiera que estas fueran (¿entendería?), que nada es tan grave que no se pueda solucionar, que hay gente que lo quiere y lo puede ayudar, que a todos nos ha pasado tener problemas, que la mamá se iba a preocupar creyéndolo en el colegio, que debía saberlo, que es peligroso que se quede en la calle. En fin, hablamos y hablamos y sólo obteníamos por respuesta que negara con la cabeza. Y llorara. No sé quien de las dos le preguntó si alguien sabía de su problema y dijo que sí, su mamá. Y no volvió a hablar.

Estábamos en una situación insostenible. Ninguna de las dos podía quedarse, pero no podíamos dejar al muchachito ahí. Le ofrecimos nuevamente acompañarlo al colegio y se negó. Le explicamos que no podíamos dejarlo ahí, que avisaríamos al colegio. No dijo nada. Estuvimos otros diez minutos tratando de que aceptara, pero no hubo caso. Así es que la mujer fue al colegio y yo me quedé acompañándolo. Al poco rato llegaron dos de los inspectores, que son de las grandes y valiosas cualidades que tiene este colegio: las personas que trabajan en él. Incluidos los ogros más enojones y estrictos, tienen corazones protectores con los niños y saben distinguir con astucia una pataleta de un dolor. Entre los 2500 alumnos que estos dos inspectores cuidan cada día, apenas lo tuvieron cerca dijeron “¿Qué pasa Federico?”. Incluso yo sentí el reconfortante calor de ser llamado por su nombre. Federico sólo bajó la cabeza y lloró con fuerza. Lo abrazaron y él se dejó abrazar. La mujer y yo respiramos aliviadas. Al menos el niño no estaría solo en una esquina. Los inspectores nos tranquilizaron. Llamarían a la mamá y llevarían al niño al colegio para que tomara algo caliente. Federico se fue con ellos. Y nos quedamos la mujer y yo sin saber qué hacer. Habíamos hecho lo que correspondía, eso nos tranquilizaba. Los inspectores nos agradecieron lo hecho. Nos despedimos. Cada una se fue por su lado. Pero, y aunque no lo comentamos, sé que ambas quedamos inquietas.

Ese niño podría ser el hijo de cualquiera de nosotras. ¿Cuántas infinitas veces, yo he dejado a los míos en el colegio suponiendo que todo anda bien? La mamá de Federico ni remotamente sospechaba que cuando dejó a su hijito a la entrada del colegio, éste jamás ingresó. Según el niño, su mamá conocía su problema. ¿Lo sabía realmente? Yo misma, mil veces he creído entender a mis hijos y me he equivocado; he creído comprender una dificultad y sin embargo se me han escapado matices e implicancias insospechadas. Es fácil imaginar que la madre dejó a Federico en el colegio suponiendo que estaría de mal genio o con “maña”, pero firme en la decisión de que no debía faltar por capricho. Uno entiende perfectamente a esa mamá. Yo por lo menos, la entiendo.

Y, sin embargo, a esa mamá “se le pasó” la gravedad de lo que le ocurría a su hijo. Pues, no tengo dudas de que, fuera lo que fuera que le pasaba a Federico, era grave. Sólo algo grave inunda de ese modo a una criatura hasta dejarlo fuera de sí. Un niño puede temer un reto o un castigo del profesor o de los padres, pero no sentir terror. Insisto, lo que esa mujer que lo encontró y yo vimos, no era un niño con pena o rabia; el niño que encontramos esa mujer y yo, era puro dolor que se expresaba en un cuerpo diminuto, poseyéndolo por completo. No lloraba como niño. Era un llanto profundo y silencioso; un llanto que venía de otra fuente, muy distinto al que se manifiesta cuando no se satisface un capricho. Estoy segura que eso fue lo que a esa mujer y a mí nos inquietó y nos arrancó de nuestra rutina de leonas: los niños no lloran así. Más aún, los niños no deben llorar así. Y si lo hacen, es que algo no anda bien. Las leonas lo sabemos. En el día a día, las leonas podremos dejar que el león se luzca, podremos ser las últimas en comer y alimentarnos de las sobras que dejan los demás, podremos ser discretas y no andar alardeando de nuestras cacerías, pero rugimos con fuerza y nada ni nadie nos detiene si un cachorro está en peligro. Por eso, a riesgo de parecer entrometida, volveré al colegio a preguntar por el niño, pues prefiero pecar de entrometida que de indiferente. Las buenas madres están preocupadas de que no se les salte el barniz de uñas y cuentan a sus hijos en la camioneta para que no se les quede ninguno. Salvo eso, el resto la tiene sin cuidado. En cambio las malas madres nos metemos donde no nos llaman porque propio o ajeno, para una leona cualquier hijo es su hijo.

PD: A todas las leonas preocupadas, les cuento que estuve averiguando y me dijeron que están atentos a Federico. Al parecer no está llevando bien la separación de los papás y le ha costado adaptarse a las exigencias de 6º grado que en este colegio equivale a pasar a secundaria.
Estoy más tranquila porque aunque me han mirado con cara de "y a esta vieja quien le echó fichas", me digo que ojalá hubiera habido "viejas metidas" en otros casos espeluznantes que hemos visto en las noticias; estoy segura que más de alguien notó algo raro, pero pensó que eran ideas suyas...

NADA MÁS SALUDABLE QUE UN POCO DE MUGRE


Antes de que me linchen, aclaro: No estoy defendiendo la idea de que los niños no deban estar limpios. Sólo que limpio, no es lo mismo que higienizado. Y es que hay madres tan obsesionadas con los virus y las bacterias que hacen de su hogar una burbuja sanitizada. En sus casas abunda el cloro, el aerosol desinfectante, el alcohol gel y el odio por las alfombras (“¡Están llenas de ácaros!”, me grita una, como si yo fuera sorda. Bueno, la verdad es que soy sorda pero, sobre todo, adoro andar en calcetines sobre una alfombra esponjosa).

Claro, con los bebitos la cosa es distinta, recién venidos al mundo deben armarse de las defensas necesarias, pero luego ya pueden enfrentarlo sin problemas. A lo que quiero llegar, es que hay una cierta población de bacterias y bichos diversos con los que normalmente convivimos y ni nos enteramos. Y cualquier niño sano, puede hacerles frente. Mi hija, luego de aprender a caminar, y al primer descuido, solía lamer las suelas de sus zapatos (supongo que de tan agradecida de dar curso –por fin- a su temprana naturaleza nómade). Obviamente si un niño tiene alguna fragilidad de salud, es adecuado prevenir que se exponga a los microbios, pero la gran mayoría de los niños no. De hecho, les recuerdo que nosotras somos de una generación que creció comiendo tierra, que creció tomando agua de una llave que había chupado medio colegio, que creció tragándose los mocos (sé de uno que los compartía con los mejores amigos), una generación a la cual les limpiaron las mejillas con un pañuelo untado en saliva (yo huía a perderme cada vez que una tía o una abuela decía algo así como “a ver, venga para acá m´hijita”, preámbulo indudable del particular aseo). Pero el punto es que, más allá de lo asqueroso que puedan parecernos estos actos, no nos pasó nada. Al contrario. Por eso, soy una convencida que convivir con microbios desde temprano, nos inmuniza a ellos. O como dice mi adorable suegro “Deje que se ensucie, no mah. Le hace bien” (imposible resistirse a un tata que te dice esto sonriendo, mientras mira enternecido como su nieto usa de resbalín una lomita de barro. Si a eso le suman una panza mullida que se agita con las carcajadas, unos ojos claros como agüita de vertiente y los modos de quien creció y amó en medio de peillines y corderos, entenderán nuestra imbatible complicidad).

Así es que, si no hay una razón poderosa en contra, aconsejo darle curso a sus deseos de chupetear a su hijo cuanto quiera (¿hay algo más delicioso que el cuellito de un bebé?), permitir que le quite de la boca lo que está comiendo (no sé por qué, pero a los niños les encanta hacer eso, y luego comerlo ellos. Y como son generosos desde pequeños, le vuelven a meter a usted en la boca el pedazo de pan archilamido). Dese permiso para limpiar el tete de su hijo, chupándolo usted misma aunque el pediatra le diga que su boca es un wáter (pensarán que exagero; supondrán que mi oficio de escribir cuentos se está colando en estas crónicas, pero les requete juro por la abuela que tuve la fortuna de tener y que ahora tendrá a Dios parando las patas de tanto reírse con el recuento de sus travesuras, por ella es que les juro que me dijo eso un mecánico de tercera estofa y bata blanca). Permita que su hijo duerma, se revuelque y comparta la comida con su mascota (mi hijo, en la época en que gateaba, no encontraba nada más entretenido que chuparle las orejas a nuestra perra !!). Teniendo la precaución de que sus mascotas tengan sus vacunas al día y no callejeen, puede estar tranquila: los microbios quedan en familia y todos tan contentos.

MALVADOS CONSEJOS PARA QUE SU HIJO DUERMA COMO LIRÓN Y SE AHORRE LAS GANAS DE DARLE UN PALO EN LA CABEZA


El lirón es un adorable animalito parecido a un ratón que se caracteriza por tener extensos y profundos períodos de sueño.  Desde que nacieron mis hijos, anhelé que durmieran como tales. Sin embargo, no me resultó: mis hijos, hasta el día de hoy, son madrugadores. Nunca pasaron –ni pasan- de las 6:30 AM. Bueno sí, cuando por alguna razón trasnochan, despiertan a las 7!

¿Y por qué les cuento esto?

LA CARTERA



Las Buenas Madres tienen en su cartera, más o menos, un lápiz labial, la billetera, las llaves y su celular. Por lo general, cambian de cartera según la ropa que visten (¡les combinan hasta los calzones!). Y salen perfectas de su casa (las envidio). Aunque no lo crean, de joven, alguna vez también fui así (lo de la mínima cartera, del resto ni hablar). Me bastaba un banano minúsculo amarrado a la cintura para tener conmigo todo lo que necesitaba. Y es que claro, sólo andaba conmigo.

Ahora mi cartera es casi tan grande como yo. Y es que así somos las Malas Madres: cargamos con todo lo necesario para una expedición al África. Sí, es cierto: la mitad de los mortales –partiendo por mi marido- se ríen de mí. Pero la mitad restante –la única que me importa- me adora: mis hijos y sus amigos no pueden creer que tenga a la mano una mini cuchilla para separar legos, varados en medio de la revisión técnica del auto y los salve de tres horas de aburrimiento, que tenga parches curita para una dolorosa ampolla que amenaza con tirar por la borda la mejor caminata, que saque -riéndome y como si nada-, bolsitas de sal y kétchup para el sandwinch del picnic (a quien interese, los robo de los locales de comida rápida), que sólo mediando un “nada por aquí, nada por allá”, aparezca una tijerita para sacar la molesta etiqueta de una polera que irrita el cuello e impide jugar, y pueda comprar en la calle una preciosas manzanas y no tener que esperar a lavarlas para comerlas, porque puedo pelarlas, y así, al infinito. Mis hijos me han dado el honorífico apodo de Super Mami. No sé sus hijos, pero los míos tienen unos ojos severos y exigentes y no andan regalando piropos así como así. Si usted quiere alcanzar tan noble puesto, en su cartera no puede faltar:

DÍA DE LA (MALA) MADRE


Me imagino que para toda mujer que ha deseado ser madre, que ha cursado un embarazo en el vientre o en el alma y ha parido o adoptado un bebé, el Día de la Madre tiene un significado especial. Aunque hay que reconocer, que la variedad de mujeres es una fauna abismante y la forma de vivir la maternidad, otro tanto. En lo que a mí respecta, soy radical, rotunda y telúrica: pobre del que ose arrebatarme mi día; pobre del que quiera quitarme ese desayuno en la cama con mis niños saltándome en la cabeza, aún en pijamas y con esa cara de sueño y mechas paradas que es el mejor paisaje que puedo tener.
Recuerdo la mañana de un Mayo lejano, en que la parvularia a cargo del nivel de mi hija me anunció con su voz cantarina, que ese año se les había ocurrido la genial idea de que en vez de celebrar el Día de la Madre, se festejaría el Día de la Familia porque así se haría “una gran fiesta incluyendo a papitos y abuelitos”.
Sí, aciertan: me quedé muda, literalmente en shock.

ODIO LEER


Mamá, odio leer. Yo también, hijo.

Este es uno de los diálogos más breves y felices para mi hijo menor en el último tiempo. Una conversación más o menos parecida tuve hace unos años con mi hija más grande y causó el mismo efecto. Y claro, es más que entendible la sorpresa y la alegría: mis niños tienen una madre que se demora meses en renovar unos zapatos que se desarman solos, pero jamás le falta un libro cerca. Me han visto salir decidida a comprar un chaleco porque el que uso me llega a las rodillas y está transparente en los codos, y me han visto regresar con el mismo chaleco y tres libros nuevos. Entonces, ¿cómo era posible que su mamá, que tiene libros hasta en el baño, les dijera eso?

ADVERTENCIA: TRABAJAR EN LA CASA PUEDE TRANSFORMARTE EN ENERGÚMENO

Lo bueno de trabajar en la casa es poder analizar un proyecto en pantuflas y lo mejor, estar cerca de los niños; cerca de verdad, cuando para ellos una respuesta es necesaria ahora y no mañana; cuando por un mal día puedes darles un abrazo oportuno o, por el contrario, recibir un “ataque de amor” que te deja tirada en la alfombra toda chascona y muerta de la risa porque, al llegar a casa, descubrieron que los esperaba su postre preferido. Por eso, por la sola posibilidad de no perderme esos momentos, es que no me arrepiento un segundo de mi decisión y la mantengo firme como el primer día.
 
Sin embargo… espero impaciente los lunes. Desde que decidí trabajar en la casa, el domingo en la tarde me produce una alegría incontenible. Y es que me pone feliz recibir al día lunes a las ocho de la mañana cuando mis hijos y mi marido… ¡desaparecen! (sé que suena feo, pero las malas madres nos atrevemos a admitir este tipo de cosas). En el momento que se cierra la puerta y se van ellos y su alboroto, renazco. La casa en silencio (bendito silencio) me recibe y vuelvo a sentir que es mi casa (también).
 
Después del fin de semana volcada hacia los demás, me viene bien este descanso; me viene bien volver a mis cosas y mi trabajo; en definitiva, volver a ser yo y dejar reposar por un rato los mil roles que la logística doméstica me demanda, a saber ser cocinera, gásfiter, reponedora, chofer, costurera, enfermera y un largo etcétera. Claro que el descanso no dura mucho, apenas unas horas. Y a veces, cuando estoy muy inspirada y veo venir la interrupción inminente de este recreo me viene la nostalgia por mi antigua oficina.
 
En la época que trabajaba puertas afuera, podía tomarme un cafecito a media mañana con mis compañeros. De hecho, es lo que más extraño de aquella época. Contaba con una oficina preciosa, decorada a punta de ingenio, que compartía con dos colegas. La que primero llegaba, hacía el café y un aroma celestial recibía a la rezagada. Luego de ponernos al día de nuestros devenires, poníamos música suave y trabajábamos horas y horas en absoluta tranquilidad y perfecta concentración. Si fallaba internet o la impresora, en dos segundos había un técnico para repararla. Como trabajaba en el centro de Santiago, almorzaba día por medio en distintos restoranes y podía regodearme entre comida japonesa, italiana, peruana o krishna. A veces, nos venía el antojo de un caldillo de congrio en el Mercado Central  o unos picarones con chancaca en un día lluvioso (¡picarones pasados… mi reino, por unos picarones pasados!!!).
 
Además de que trabajaba mucho menos. Sí, tal como lo oyen. Podía negociar plazos con mi jefe, repartir tareas con mi equipo, llegar a acuerdos razonables con los clientes. Ahora no trabajo ocho horas, sino que ¡quince!!! Y haciendo mil tareas simultáneas. Con un ojo vigilo que no se recuezan los espárragos y con el otro, que la pelea de mis hijos no derive en el estrangulamiento de alguno. Una oreja la tengo atenta en el timbre (“vinimos tres veces señora, pero no había nadie” ¡!) y la otra, en el sonido que produce el PC cuando entra un correo (“necesito el informe antes de las dos de la tarde”). Para qué les cuento la cantidad de papelitos amarillos que voy pegando alrededor de la pantalla del compu: comprar pan, retirar el terno del lavaseco, pedirle la fumigadora a mi suegro, pedir hora al dentista de los niños, llevar al más chico a un cumpleaños, preparar las colaciones, firmar las comunicaciones e ir a depilarme (no sé cómo -y más de una vez- he llegado a tener los bigotes de Emiliano Zapata, cosa que jamás me pasó cuando trabajaba fuera de la casa).
 
Lo peor de estar en la casa es que si algo falla en la herramienta básica de trabajo que es el computador, debo gastar un tiempo precioso en repararlo yo. Si la cosa es más compleja, ni hablar: es posible que pierda la tarde e incluso el día buscando a algún técnico que venga. Al respecto, a las interesadas en la búsqueda espiritual les paso un dato que les ahorrará irse a un retiro en Poona o pagar fortunas al yogui de moda: no hay mejor prueba de desapego y autocontrol que intentar comunicarse con la compañía que te da el servicio de internet. Y puedo probarlo: antes resistía diez minutos paseándome por una interminable grabación de “apriete uno para esto y dos para aquello”. Antes, decía yo, a los diez minutos no daba más y tiraba lejos el teléfono. En cambio ahora, desde que trabajo en mi casa y debo resolver día por medio este tipo de problemas, soy capaz de resistir 55 minutos en la misma posición e imperturbable cual maharishi (aunque a veces parece que babeo, la oreja me queda caliente y tan aplastada que con la uña debo despegármela de la cabeza, sin contar con que el dedo con que marco ha perdido toda sensibilidad).
 
Y la cerecita del postre que a veces me saca espuma por la boca: el imbatible entusiasmo de mi nana por conversar, especialmente cuando estoy frente al notebook con los labios apretados y los dedos como garras.
 
-¿Supo que Pepita, esa que anda con el futbolista, se puso medio kilo de silicona en cada pechuga?
-Hum…increíble…
-¿Y que Fulano se metió con la mejor amiga de Pepita? Aunque ella se le andaba ofreciendo, eso todo el mundo lo sabe.
-Cla…ro…
-¿Y supo que descubrieron que el dueño de la botillería no se había ido pa’l norte sino que su mujer lo descuartizó y lo escondió en el freezer?
-Fantástico me parece….
(Ojos de huevo frito de mi nana)
-… No, perdón, no quise decir eso…
-¿Y se puede saber qué quiso decir?
-Socorro…
-¿Cómo, socorro?
-Nada, nada… no me haga caso… es sólo que echo de menos mi oficina…

LA LOCA DE LOS CUENTOS


"Porque una es más auténtica, cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Esa rotunda aseveración la dice Agrado en la película “Todo sobre mi madre”, de Pedro Almodóvar. Y hoy sus palabras vienen a mí, prístinas, a resumir lo que en estos días he estado reflexionando. Les cuento.

LA SEÑORITA ROTTENMEIER


No sé si acuerdan de la Srta. Rottenmeier, la cruel institutriz de la dulce Clara, que andaba en silla de ruedas y era amiguita de Heidi. Bueno, Srta. Rottenmeier es el apodo que tengo. Veamos por qué.

LAS MASCOTAS


Desde que nacieron mis hijos, he tenido 9 animales (de soltera tuve 13, sin contar a mis pololos). Junto a pajaritos, hamsters, gatos, conejos, peces y perros, hemos ido creciendo. Ha habido historias de todos los géneros, aunque abunda la comedia. Una perrita amaba masticar los calcetines de mi marido. No me pregunten por qué le gustaban sólo esos y los de ningún otro. (por favor no lo comenten, que hasta el día de hoy la víctima no lo sabe). Un día descubrimos al gato

¿SABES O CARGAS CONOCIMIENTOS?


Veo muchas madres bien informadas, pero que saben bastante poco; madres que cargan conocimientos como si fuera la cartera. Y que como tales, los cambian según la moda. No es raro, entonces, que vivan angustiadas por estar actualizadas y se vuelvan torpes a la hora de mirar a sus hijos. He escuchado diálogos en la consulta del pediatra que son verdaderas competencias al estilo “Quien quiere ser millonario”; explicaciones detalladas de cómo debe acostarse “científicamente” a un bebé (¡plop!), defensas talibanas de las ventajas de un jugo envasado enriquecido en vitaminas versus exprimir una naranja (!doble plop!) y niños alimentados a punta de colados, una de cuyas madres repite como loro el slogan perverso de la empresa que los fabrica: son mejores que la comida que usted puede prepararles pues está libre de gérmenes. Conversaciones plagadas de “el pediatra dijo”, “leí en una revista especializada”, “busqué en google”.

EL CIRCO

¿Si les digo que mi hermana esconde en su boca una hilera de perlitas, me dirían que miento? Y si agrego que cuando sonríe se le ilumina el rostro, ¿me acusarían de falaz? Para la gente más concreta, aclaro que mi hermana no es ninguna extraterrestre que posea bajo la piel una ampolleta alógena ni escupe perlas porque tampoco es molusco. Sin embargo, todo lo dicho es verdad, como revela toda metáfora, que gusta de usar el envoltorio de las mentiras. Pero lo que quiero destacar es que, aunque no lo crean, para entender este tipo de sutilezas son más hábiles los niños que muchísimos adultos (en rigor -y lamentablemente- estos últimos se comportan más a menudo como moluscos).
 
Botón de muestra:

LA MICRO

“¿Cómo puedes trasladar a tus hijos en micro, todos apretados, pudiendo llevarlos cómodamente en auto? Pobrecitos.”

LOS NIÑOS NO SON TONTOS

Los niños no son tontos. Nunca. Otra cosa es que se hagan.

LA NAVIDAD

Vaya tema el de la Navidad. Año a año se reavivan las mismas inquietudes: no caer en el consumismo, abogar por el aspecto espiritual o religioso según la creencia de cada cual, regalar anónimamente a niños de escasos recursos, enfatizar el gesto por sobre el precio, restringirse sólo a regalitos hechos por las propias manos, declararle la guerra a una fiesta convertida en negocio, sucumbir a las ofertas, retorcerse frente a la “Cartita para el Viejo Pascuero” de nuestro hijo y recorrer a codazos las grandes tiendas para comprar el juguete solicitado, inventar alambicadas explicaciones para tranquilizar la agudeza de nuestras criaturas y sus preguntas que nos acorralan, regocijarnos en la alegría cuando abren sus regalitos, batallar contra los remordimientos cuando a la semana siguiente los vemos tirados en cualquier parte. Uf.
 
No sé cómo ustedes han resuelto estos dilemas. Pero respecto del tema puntual de compra de regalos, me valgo de dos principios que me han allanado el camino a la hora de decidirme y que se reducen a plantearme dos sencillas preguntas (aunque responderlas, muchas veces no sea nada sencillo):

EXPONGO A MIS HIJOS A LAS INFECCIONES

Las Malas Madres tenemos razones, que las Buenas, desconocen.

DISCULPAS PÚBLICAS A LAS EMBARAZADAS

Acompañado o no de cara de “pobrecita, no sabe lo que le espera”, volcamos el “Rosario de los Aprovecha” a la joven que nos cuenta que, deseando ser madre, está por fin embarazada. “Aprovecha de dormir que después no podrás”, “aprovecha de salir a divertirte”,  “aprovecha de viajar”, “aprovecha tu libertad”, “aprovecha de disfrutar tu dinero”, “aprovecha de buscar esa promoción en el trabajo”, “aprovecha de salir con tu marido/pareja”… y cientos de “aprovecha” con que les taponeamos la cabeza. Querida embarazada, contra los que te han dicho esto y los “aprovecha” que yo he pronunciado, te pido perdón.  

MALVADOS CONSEJOS A UNA MADRE PRIMERIZA

- No te avergüences de querer salir huyendo del epicentro, confesar el deseo de tirar a tu guagua por el balcón o meter tu cabeza en el microondas (¡después de meter la de tu marido!). Ser madre es un terremoto. No importa lo que diga la edulcorada publicidad ni las miradas reprobatorias de tu suegra y amigas que aún no son madres (éstas son las peores a la hora de emitir juicios despiadados). A todos los especímenes de este tipo mantenlos a raya.
 

AH, LOS CUMPLEAÑOS...

Como madre inexperta que era, la primera vez que me tocó celebrar el cumpleaños de mi hija mayor (cumplía 2 añitos), me vi en un dilema.
 
Como citar a la gente a uno de esos locales de comida rápida y ruido infernal de máquinas electrónicas no era alternativa (me basta estar cinco minutos ahí para transformarme en un monstruo) opté por hacerle la fiesta yo misma y copié lo que todos hacían: