LOS NIÑOS NO SON TONTOS

Los niños no son tontos. Nunca. Otra cosa es que se hagan.
Y si miran para el lado y fingen no saber, es para protegernos. ¡Protegernos! Muchos de ellos, apenas empinados en sus cinco o doce años descubren tempranamente que deben cuidar de nosotros, de la precaria imagen con que intentamos engañarlos.
 
Conozco niños que son padres de sus propios padres; los consuelan y los confiesan (“¿no se lo digas al papá, ya?”); niños que son abusados en sus capacidades, pidiéndoles que se hagan cargo de nuestras miserias (“¿me veo gorda?”); niños extorsionados y manipulados para satisfacer las necesidades de otros (“no dejes solo al papá”).
 
Tengo una amiga que fuma a escondidas de su hija. Un día en su terraza conversábamos animadamente y de repente escuchamos venir a su pequeña. Y no me pregunten cómo, en un segundo, yo figuraba con un cigarrillo en cada mano y una cara de desconcierto de proporciones. “Tía, te va a hacer mal fumar tanto” fue lo que dijo la pequeña de brazos en jarra. Pero el brillo de sus ojos y la sonrisa irónica con que se dio media vuelta nos hizo sentir como un par de estúpidas.
 
Cierto es que los chicos pueden ser descarnados. Pero somos nosotros los culpables; somos nosotros quienes intentando engañarlos nos exponemos a ser blanco de sus mordaces comentarios. Ah, y no confíen en sus silencios. Una cosa es que no nos griten a la cara lo que piensan (no son tontos, saben que dependen de nosotros) y otra es que creamos que se tragan nuestra estafa. La única forma de que nuestros hijos nos respeten, es respetándolos y no ofendiendo su inteligencia. Al menos yo, no quiero ser como la mujer que llegó a comprar a la cafetería de una estación de servicio. Yo me tomaba una bebida y en la mesa de al lado un grupo de adolescentes comía. La mujer, de unos 45 años y cuerpo escultural, llevaba una calzas de leopardo tan apretadas que no dejaban nada a la imaginación y tacos de quince centímetros. Su pelo era rubio y ondulado hasta la cintura. Entonces uno de los muchachos se echó hacia adelante y le dijo al resto en un susurro: “Espalda ´e liceo y cara ´e museo”. Y estallaron en carcajadas.
 
Claro, para nadie es fácil asimilar la sinceridad. Pero créanme que es un ejercicio saludable. Y más cómodo que sostener mentiras bajo la premisa de enseñar “buenos modales”. A mí me pasó una vez que encontré a mi hija haciendo un dibujo muy lindo y colorido. Una nube de corazones rodeaba a un bichito que ocupaba el centro de la página. “¡Qué lindo gatito!”, dije yo. “Nooo, mamá, eres tú”. Luego de salir de la sorpresa, pregunté “¿Y esas rayas al lado de las orejas y cerca de la boca, no son pelos y bigotes?” “Nooo” -se reía mi pequeña, como no creyendo que yo pudiera ser tan mensa- “Esas rayas son tus arruguitas”.
 
Otra para el bronce. Después de una visita, mi niña me acorrala: “¿Mamá, qué le paso a la tía que está tan fea?”. Lo peor de todo es que era cierto. Hubiera querido que se tratara de una situación que diera espacio a alguna de las conversaciones que ya habíamos tenido respecto de los distintos tipos de belleza, pero no era posible omitir la evidencia. La tía, en vez de cara, tenía una máscara de látex. Los ojos firmes de mi hija esperaban la respuesta. Ciertamente podría haber mentido. Habría sido fácil guardar las apariencias, desviar el tema o proteger el secreto de la septuagenaria y coqueta tía con alguna mentira piadosa. Pero como soy mala, hice lo contrario:
 
-Se operó, mi amor.
-¿Y por qué?
-Porque no quería tener arrugas.
-Pero antes era linda y ahora me da susto.
-Sí, a mí también.
-¿Mami?
-¿Si?
-¿No te operes nunca, ya?
-Te lo juro, mi vida.

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