LOS ZOMBIES


La crianza requiere tener una paciencia tonificada, una paciencia elástica, una paciencia resistente a las desilusiones, una paciencia alerta que jamás se deja sorprender con los brazos caídos, una paciencia que se regenera a sí misma con una sonrisa, una paciencia hondamente sabia que conoce de los dolores, confusión y dudas que conlleva el crecimiento, una paciencia incondicional a las torpezas del que no sabe, pero cree saber. Esa paciencia resistente a todo evento solo pueden tenerla los niños. A nadie le enseñan a ser padre o madre. Y nuestros hijos lo saben. Y nos tienen paciencia. 

Siempre me he sorprendido de los niños que, con historias que dejan pequeña la mejor telenovela venezolana, no odian a sus padres. Quizás en sus jóvenes corazones aniden dolor, pero raramente venganza. Siendo padre o madre, uno se equivoca tanto y tantas veces, que si nuestros hijos fueran nuestros amigos, hace tiempo nos habrían abandonado. Sin embargo, basta que pidamos perdón sinceramente y nuestros hijos pueden borrar en el instante la ofensa o el juicio injusto como si hubiera estado escrito en una de esas pizarras blancas que usan en el colegio. Los admiro. A mí se me nota la vejez en lo que tardo en recuperarme de los dolores. Mis hijos, en cambio, dan vuelta la página a los malos ratos y a otra cosa, mariposa. Sí, los niños son livianos como mariposas. 
Ellos saben que no es fácil ser padre, pues son testigos de que frente a determinadas situaciones no peleamos contra éstas, sino que batallamos contra nuestros propios fantasmas. Fantasmas que creíamos muertos y que reviven como zombies.
Hay madres frías como una baldosa. A nadie le gusta que así sea, pero es un hecho que a veces ocurre. Sobra decir que, como hijo, tal situación no es fácil de sobrellevar. Todos quienes lo han vivido le han hecho frente de distintas maneras, de modo que esta crucial carencia duela menos. Se busca a alguna figura que supla lo que no recibimos del progenitor. ¿Cuántos entre nosotros tenemos un profesor que fue clave para nosotros? O una tía divertida, una abuela luminosa, la aparición inesperada de un medio hermano mayor que dividió en dos bandos a la familia, pero que a ti te consideró de su sangre desde el primer día que te conoció… Historias como esas conozco varios cientos. Niños resilientes que supieron compensar una cojera afectiva y se convirtieron en adultos plenos y sin rencor. Realizaron sus vidas con satisfacción y construyeron sus propias familias. 
Pero entonces se convirtieron en padres y madres, y la antigua herida puede abrirse y doler. Doler mucho, sobre todo porque nunca la anticipamos. Habíamos aprendido a vivir con nuestros abollones, pero verlos infligidos en las criaturas que más amamos, nos duelen el doble. Teniendo hijos, duele el doble ver que esa madre sigue fría a la hora de ser abuela. ¿Cómo se le explica a tu hija que con la boca pegajosa corre a abrazar a su abuela y es detenida en el aire con un «cuidado que me vas a manchar»? ¿Qué se hace con un abuelo que tira promesas al aire que iluminan los ojos de tu niño, y ves cómo ríe y aplaude frente a esas luces que tú sabes fugaces? 
Dejar crecer a tu hijo es permitir que se desilusione. ¿El reto? Que aprenda que desilusionarse no es lo mismo que dejar ir la esperanza; que aprenda que esa abuela que lo priva de cálidos abrazos sí puede enseñarle un truco para aprender la tabla del nueve; que aunque no a Disneylandia, ese abuelo puede llevarlo a correr mil aventuras de la mano de los sueños que nunca realizó; tu hijo habrá crecido cuando aprenda que todos los hombres estamos hechos de barro, pero también de polvo celestial.