Antes de que me linchen,
aclaro: No estoy defendiendo la idea de que los niños no deban estar limpios.
Sólo que limpio, no es lo mismo que higienizado. Y es que hay madres tan
obsesionadas con los virus y las bacterias que hacen de su hogar una burbuja
sanitizada. En sus casas abunda el cloro, el aerosol desinfectante, el alcohol
gel y el odio por las alfombras (“¡Están llenas de ácaros!”, me grita una, como
si yo fuera sorda. Bueno, la verdad es que soy sorda pero, sobre todo, adoro
andar en calcetines sobre una alfombra esponjosa).
Claro, con los bebitos la cosa
es distinta, recién venidos al mundo deben armarse de las defensas necesarias,
pero luego ya pueden enfrentarlo sin problemas. A lo que quiero llegar, es que hay
una cierta población de bacterias y bichos diversos con los que normalmente
convivimos y ni nos enteramos. Y cualquier niño sano, puede hacerles frente. Mi
hija, luego de aprender a caminar, y al primer descuido, solía lamer las suelas
de sus zapatos (supongo que de tan agradecida de dar curso –por fin- a su
temprana naturaleza nómade). Obviamente si un niño tiene alguna fragilidad de
salud, es adecuado prevenir que se exponga a los microbios, pero la gran
mayoría de los niños no. De hecho, les recuerdo que nosotras somos de una
generación que creció comiendo tierra, que creció tomando agua de una llave que
había chupado medio colegio, que creció tragándose los mocos (sé de uno que los
compartía con los mejores amigos), una generación a la cual les limpiaron las
mejillas con un pañuelo untado en saliva (yo huía a perderme cada vez que una
tía o una abuela decía algo así como “a ver, venga para acá m´hijita”, preámbulo
indudable del particular aseo). Pero el punto es que, más allá de lo asqueroso
que puedan parecernos estos actos, no nos pasó nada. Al contrario. Por eso, soy
una convencida que convivir con microbios desde temprano, nos inmuniza a ellos.
O como dice mi adorable suegro “Deje que se ensucie, no mah. Le hace bien”
(imposible resistirse a un tata que te dice esto sonriendo, mientras mira
enternecido como su nieto usa de resbalín una lomita de barro. Si a eso le
suman una panza mullida que se agita con las carcajadas, unos ojos claros como agüita
de vertiente y los modos de quien creció y amó en medio de peillines y corderos,
entenderán nuestra imbatible complicidad).
Así es que, si no hay una razón
poderosa en contra, aconsejo darle
curso a sus deseos de chupetear a su hijo cuanto quiera (¿hay algo más
delicioso que el cuellito de un bebé?), permitir que le quite de la boca lo que
está comiendo (no sé por qué, pero a los niños les encanta hacer eso, y luego
comerlo ellos. Y como son generosos desde pequeños, le vuelven a meter a usted
en la boca el pedazo de pan archilamido). Dese permiso para limpiar el tete de
su hijo, chupándolo usted misma aunque el pediatra le diga que su boca es un
wáter (pensarán que exagero; supondrán que mi oficio de escribir cuentos se está
colando en estas crónicas, pero les requete juro por la abuela que tuve la
fortuna de tener y que ahora tendrá a Dios parando las patas de tanto reírse
con el recuento de sus travesuras, por ella es que les juro que me dijo eso un
mecánico de tercera estofa y bata blanca). Permita que su hijo duerma, se
revuelque y comparta la comida con su mascota (mi hijo, en la época en que
gateaba, no encontraba nada más entretenido que chuparle las orejas a nuestra
perra !!). Teniendo la precaución de que sus mascotas tengan sus vacunas al día
y no callejeen, puede estar tranquila: los microbios quedan en familia y todos
tan contentos.