Las Buenas Madres tienen en su cartera,
más o menos, un lápiz labial, la billetera, las llaves y su celular. Por lo
general, cambian de cartera según la ropa que visten (¡les combinan hasta los
calzones!). Y salen perfectas de su casa (las envidio). Aunque no lo crean, de
joven, alguna vez también fui así (lo de la mínima cartera, del resto ni
hablar). Me bastaba un banano minúsculo amarrado a la cintura para tener
conmigo todo lo que necesitaba. Y es que claro, sólo andaba conmigo.
Ahora mi cartera es casi tan grande
como yo. Y es que así somos las Malas Madres: cargamos con todo lo necesario
para una expedición al África. Sí, es cierto: la mitad de los mortales
–partiendo por mi marido- se ríen de mí. Pero la mitad restante –la única que
me importa- me adora: mis hijos y sus amigos no pueden creer que tenga a la
mano una mini cuchilla para separar legos, varados en medio de la revisión
técnica del auto y los salve de tres horas de aburrimiento, que tenga parches
curita para una dolorosa ampolla que amenaza con tirar por la borda la mejor
caminata, que saque -riéndome y como si nada-, bolsitas de sal y kétchup para
el sandwinch del picnic (a quien interese, los robo de los locales de comida
rápida), que sólo mediando un “nada por aquí, nada por allá”, aparezca una
tijerita para sacar la molesta etiqueta de una polera que irrita el cuello e
impide jugar, y pueda comprar en la calle una preciosas manzanas y no tener que
esperar a lavarlas para comerlas, porque puedo pelarlas, y así, al infinito.
Mis hijos me han dado el honorífico apodo de Super Mami. No sé sus hijos, pero
los míos tienen unos ojos severos y exigentes y no andan regalando piropos así
como así. Si usted quiere alcanzar tan noble puesto, en su cartera no puede
faltar: