ADVERTENCIA: TRABAJAR EN LA CASA PUEDE TRANSFORMARTE EN ENERGÚMENO

Lo bueno de trabajar en la casa es poder analizar un proyecto en pantuflas y lo mejor, estar cerca de los niños; cerca de verdad, cuando para ellos una respuesta es necesaria ahora y no mañana; cuando por un mal día puedes darles un abrazo oportuno o, por el contrario, recibir un “ataque de amor” que te deja tirada en la alfombra toda chascona y muerta de la risa porque, al llegar a casa, descubrieron que los esperaba su postre preferido. Por eso, por la sola posibilidad de no perderme esos momentos, es que no me arrepiento un segundo de mi decisión y la mantengo firme como el primer día.
 
Sin embargo… espero impaciente los lunes. Desde que decidí trabajar en la casa, el domingo en la tarde me produce una alegría incontenible. Y es que me pone feliz recibir al día lunes a las ocho de la mañana cuando mis hijos y mi marido… ¡desaparecen! (sé que suena feo, pero las malas madres nos atrevemos a admitir este tipo de cosas). En el momento que se cierra la puerta y se van ellos y su alboroto, renazco. La casa en silencio (bendito silencio) me recibe y vuelvo a sentir que es mi casa (también).
 
Después del fin de semana volcada hacia los demás, me viene bien este descanso; me viene bien volver a mis cosas y mi trabajo; en definitiva, volver a ser yo y dejar reposar por un rato los mil roles que la logística doméstica me demanda, a saber ser cocinera, gásfiter, reponedora, chofer, costurera, enfermera y un largo etcétera. Claro que el descanso no dura mucho, apenas unas horas. Y a veces, cuando estoy muy inspirada y veo venir la interrupción inminente de este recreo me viene la nostalgia por mi antigua oficina.
 
En la época que trabajaba puertas afuera, podía tomarme un cafecito a media mañana con mis compañeros. De hecho, es lo que más extraño de aquella época. Contaba con una oficina preciosa, decorada a punta de ingenio, que compartía con dos colegas. La que primero llegaba, hacía el café y un aroma celestial recibía a la rezagada. Luego de ponernos al día de nuestros devenires, poníamos música suave y trabajábamos horas y horas en absoluta tranquilidad y perfecta concentración. Si fallaba internet o la impresora, en dos segundos había un técnico para repararla. Como trabajaba en el centro de Santiago, almorzaba día por medio en distintos restoranes y podía regodearme entre comida japonesa, italiana, peruana o krishna. A veces, nos venía el antojo de un caldillo de congrio en el Mercado Central  o unos picarones con chancaca en un día lluvioso (¡picarones pasados… mi reino, por unos picarones pasados!!!).
 
Además de que trabajaba mucho menos. Sí, tal como lo oyen. Podía negociar plazos con mi jefe, repartir tareas con mi equipo, llegar a acuerdos razonables con los clientes. Ahora no trabajo ocho horas, sino que ¡quince!!! Y haciendo mil tareas simultáneas. Con un ojo vigilo que no se recuezan los espárragos y con el otro, que la pelea de mis hijos no derive en el estrangulamiento de alguno. Una oreja la tengo atenta en el timbre (“vinimos tres veces señora, pero no había nadie” ¡!) y la otra, en el sonido que produce el PC cuando entra un correo (“necesito el informe antes de las dos de la tarde”). Para qué les cuento la cantidad de papelitos amarillos que voy pegando alrededor de la pantalla del compu: comprar pan, retirar el terno del lavaseco, pedirle la fumigadora a mi suegro, pedir hora al dentista de los niños, llevar al más chico a un cumpleaños, preparar las colaciones, firmar las comunicaciones e ir a depilarme (no sé cómo -y más de una vez- he llegado a tener los bigotes de Emiliano Zapata, cosa que jamás me pasó cuando trabajaba fuera de la casa).
 
Lo peor de estar en la casa es que si algo falla en la herramienta básica de trabajo que es el computador, debo gastar un tiempo precioso en repararlo yo. Si la cosa es más compleja, ni hablar: es posible que pierda la tarde e incluso el día buscando a algún técnico que venga. Al respecto, a las interesadas en la búsqueda espiritual les paso un dato que les ahorrará irse a un retiro en Poona o pagar fortunas al yogui de moda: no hay mejor prueba de desapego y autocontrol que intentar comunicarse con la compañía que te da el servicio de internet. Y puedo probarlo: antes resistía diez minutos paseándome por una interminable grabación de “apriete uno para esto y dos para aquello”. Antes, decía yo, a los diez minutos no daba más y tiraba lejos el teléfono. En cambio ahora, desde que trabajo en mi casa y debo resolver día por medio este tipo de problemas, soy capaz de resistir 55 minutos en la misma posición e imperturbable cual maharishi (aunque a veces parece que babeo, la oreja me queda caliente y tan aplastada que con la uña debo despegármela de la cabeza, sin contar con que el dedo con que marco ha perdido toda sensibilidad).
 
Y la cerecita del postre que a veces me saca espuma por la boca: el imbatible entusiasmo de mi nana por conversar, especialmente cuando estoy frente al notebook con los labios apretados y los dedos como garras.
 
-¿Supo que Pepita, esa que anda con el futbolista, se puso medio kilo de silicona en cada pechuga?
-Hum…increíble…
-¿Y que Fulano se metió con la mejor amiga de Pepita? Aunque ella se le andaba ofreciendo, eso todo el mundo lo sabe.
-Cla…ro…
-¿Y supo que descubrieron que el dueño de la botillería no se había ido pa’l norte sino que su mujer lo descuartizó y lo escondió en el freezer?
-Fantástico me parece….
(Ojos de huevo frito de mi nana)
-… No, perdón, no quise decir eso…
-¿Y se puede saber qué quiso decir?
-Socorro…
-¿Cómo, socorro?
-Nada, nada… no me haga caso… es sólo que echo de menos mi oficina…