ARRANCAR PA´ADELANTE

«Arrancar pa' adelante» fue la expresión que le escuché a un amigo (amigo de esos de verdad; amigo de esos que simplemente lo es y te parece tan natural como si siempre lo hubiera sido; amigo como los que tenías en la época cuando tu mamá todavía te peinaba; amigo que te haces por pura —pero no por eso menos misteriosa— afinidad; que te hace reír con nada y que amas a primera vista porque es capaz de armar un panorama saltando baldosas en un pie o, como me ocurrió con él, desentrañando los misterios de una planilla Excel). Bueno, a este amigo le escuché que hay que arrancar pa' adelante ante las amenazas.
La frase, además de hacerme reír, me dejó meditando por mucho tiempo (cuando digo mucho tiempo, es de verdad mucho tiempo. Quienes me conocen, saben que la velocidad de las tortugas me provoca vértigo). El punto es que así enfrenta él la incertidumbre. Y con el correr de los años, la frasecita no solo me pareció graciosa, sino que inmensamente útil. Útil para la vida en general, pero muy especialmente con mis hijos, que tienen la capacidad de desarmar en dos segundos mis certezas.
Un revolucionario decía algo así como que hay que conocer/vivir en las entrañas del monstruo. Y a mí se me presentó, en gloria y majestad, el mío: un centro de diversiones diseñado especialmente para niños que consiste en una ciudad en miniatura. Como uno de mis mandamientos es «si no sabes, pregunta», me di a la tarea de conocer las opiniones que había al respecto. Revisé desde columnas de especialistas hasta cartas al director, pasando por escuchar lo que tenían que decir amigos, familiares, apoderados, compañeritos de mis hijos y desconocidos —una mala madre tiene las orejas paradas en la micro y en todas partes—.
Las opiniones que encontré pueden resumirse en dos: en una esquina del ring, los que consideran ese lugar como el nec plus ultra del consumismo (los dejé locos con ese alarde de erudición ¿no?), destinado a lavarles el cerebro a nuestros niños para que se traguen sin masticar el modelo despiadado neo liberal del consumismo extremo, depredador e individualista. En la otra esquina, los defensores de un espacio hecho a medida de los niños que replica el mundo de los adultos en miniatura y les permite a los pequeños dar rienda suelta a una necesidad de imitación que cualquier padre o madre puede corroborar y que los hace inmensamente felices. De hecho, no conozco ningún niño que no juegue a ser grande. No sé los de ustedes, pero mis hijos no hace mucho morían por las réplicas en miniatura de cuanto producto de muestra llegara a nuestra casa. Mientras más real, mejor. De hecho, para mis hijos soy la encargada de, con cada visita a la clínica, pedir que me regalen guantes quirúrgicos «reales», palitas de madera para revisar la garganta «reales» y mascarillas «reales» (hace un par de navidades, les regalé a mis hijos aspirantes a médicos un juego de maletín de doctor ¿y adivinen qué?: ¡me lo tiraron por la cabeza porque no era real! Grrrr).
Así las cosas, me encontraba en el dilema de si llevarlos o no al lugar. Había para mí tantas cosas en juego que la decisión no me resultaba clara. Tampoco quería simplemente ceder al motín organizado por mis retoños (hay que ver de lo que son capaces dos enanos llenos de vitali­dad con una idea fija tatuada en la frente. Para mi fortuna, no se unen tan seguido por una causa). Y ahí estaba yo, resistiendo a duras penas los embates del enemigo y sin una certeza que afianzara mi posición y los hiciera retroceder. Dicho simplemente, no sabía qué hacer con el sitio de la polémica, instalado de modo imperdonable en medio de un bello parque. Fue entonces que escuché la voz de mi amigo que viajaba desde lejanas épocas (tranquilos, es un decir. No escucho voces que me den instrucciones. Al menos, no todavía): «Arranca pa' adelante», «arranca pa' adelante, Nathalie».
Así fue como, pagando las entradas con un ojo y la mitad del otro, nos introdujimos en el famoso lugar. En treinta segundos mis hijos des­aparecieron y yo me instalé —feliz, lo confieso— en la cafetería para papás que cuenta con un confortable y silencioso living, donde puedes tomar un café más que decente y leerte media novela. Y, si quieres, responder mails en la hora siguiente, pues cuenta con computadores de libre acceso.
Sin embargo, luego de un rato, empecé a inquietarme. Las preguntas me bombardeaban sin piedad. ¿Estará bien haber venido? ¿Estaré exponiendo a mis hijos a algo inadecuado? Pero si no los traía, ¿qué hacía con la tristeza de sus caritas? ¿Qué explicación les daba de por qué otras mamás sí habían llevado a sus hijos al lugar del que todos hablaban? Sería tan lindo que mis hijos jugaran en una granja, pensé. Y al segundo recordé nuestros veraneos en el campo que, siendo de las experiencias más bellas, no tiene nada de idílico. Por un lado, mi hija jamás olvidará haber sido «mamá» de unos patitos que, obedientes y en filita, la seguían a todas partes, y mi hijo hasta el día de hoy se acuer­da de una ranita que nadó con él en la piscina. Pero mis amados hijos también descubrieron que los gatos, además de ronronear, descuarti­zan ratoncitos, que los zorros se comen de dos mordiscos las gallinas y que el tierno corderito que nace viene envuelto en una membrana sanguinolenta que la señora cabra lame sin asco y que hizo que mis hijos casi se desmayaran. Ni les cuento lo amargo que me sabía el café a esas alturas de dar y dar vueltas en redondo.
Y entonces, contra todos los pronósticos, a los cuarenta minutos, hicieron su aparición las crías mías: Felipe, con la cara de satisfacción de quien viene de engullir una pizza y una bebida gaseosa hechas por él mismo, y Sofía, alardeando de unas calcomanías que había «comprado» gracias al «sueldo» que le pagaron como cajera de supermercado (actividad, por cierto, calificada como la mejor del mundo).
—¿Y, qué tal? —pregunté.
Entonces, con esa deliciosa sencillez con que hablan los niños; con esa elegancia minimalista con que se expresan; con esa capacidad mara­villosa de saber exactamente qué quieren, respondieron al unísono mi pregunta y, de paso, calmaron todas mis ansias: «Sip, no es fome, pero ¿podemos irnos al parque que está arriba? Anda di que sí, por fa, por fa».

Mis hijos rodando en una loma fue el cierre de esa jornada que tantos dolores de cabeza me había causado. Y yo, tendida en el pasto, disfrutando de las cosquillas que me hacen las hormigas que insisten en trepar a mis pies, llego a la conclusión de que, definitivamente, la mejor forma de vencer los miedos es enfrentándolos.

LOS ZOMBIES


La crianza requiere tener una paciencia tonificada, una paciencia elástica, una paciencia resistente a las desilusiones, una paciencia alerta que jamás se deja sorprender con los brazos caídos, una paciencia que se regenera a sí misma con una sonrisa, una paciencia hondamente sabia que conoce de los dolores, confusión y dudas que conlleva el crecimiento, una paciencia incondicional a las torpezas del que no sabe, pero cree saber. Esa paciencia resistente a todo evento solo pueden tenerla los niños. A nadie le enseñan a ser padre o madre. Y nuestros hijos lo saben. Y nos tienen paciencia. 

Siempre me he sorprendido de los niños que, con historias que dejan pequeña la mejor telenovela venezolana, no odian a sus padres. Quizás en sus jóvenes corazones aniden dolor, pero raramente venganza. Siendo padre o madre, uno se equivoca tanto y tantas veces, que si nuestros hijos fueran nuestros amigos, hace tiempo nos habrían abandonado. Sin embargo, basta que pidamos perdón sinceramente y nuestros hijos pueden borrar en el instante la ofensa o el juicio injusto como si hubiera estado escrito en una de esas pizarras blancas que usan en el colegio. Los admiro. A mí se me nota la vejez en lo que tardo en recuperarme de los dolores. Mis hijos, en cambio, dan vuelta la página a los malos ratos y a otra cosa, mariposa. Sí, los niños son livianos como mariposas. 
Ellos saben que no es fácil ser padre, pues son testigos de que frente a determinadas situaciones no peleamos contra éstas, sino que batallamos contra nuestros propios fantasmas. Fantasmas que creíamos muertos y que reviven como zombies.
Hay madres frías como una baldosa. A nadie le gusta que así sea, pero es un hecho que a veces ocurre. Sobra decir que, como hijo, tal situación no es fácil de sobrellevar. Todos quienes lo han vivido le han hecho frente de distintas maneras, de modo que esta crucial carencia duela menos. Se busca a alguna figura que supla lo que no recibimos del progenitor. ¿Cuántos entre nosotros tenemos un profesor que fue clave para nosotros? O una tía divertida, una abuela luminosa, la aparición inesperada de un medio hermano mayor que dividió en dos bandos a la familia, pero que a ti te consideró de su sangre desde el primer día que te conoció… Historias como esas conozco varios cientos. Niños resilientes que supieron compensar una cojera afectiva y se convirtieron en adultos plenos y sin rencor. Realizaron sus vidas con satisfacción y construyeron sus propias familias. 
Pero entonces se convirtieron en padres y madres, y la antigua herida puede abrirse y doler. Doler mucho, sobre todo porque nunca la anticipamos. Habíamos aprendido a vivir con nuestros abollones, pero verlos infligidos en las criaturas que más amamos, nos duelen el doble. Teniendo hijos, duele el doble ver que esa madre sigue fría a la hora de ser abuela. ¿Cómo se le explica a tu hija que con la boca pegajosa corre a abrazar a su abuela y es detenida en el aire con un «cuidado que me vas a manchar»? ¿Qué se hace con un abuelo que tira promesas al aire que iluminan los ojos de tu niño, y ves cómo ríe y aplaude frente a esas luces que tú sabes fugaces? 
Dejar crecer a tu hijo es permitir que se desilusione. ¿El reto? Que aprenda que desilusionarse no es lo mismo que dejar ir la esperanza; que aprenda que esa abuela que lo priva de cálidos abrazos sí puede enseñarle un truco para aprender la tabla del nueve; que aunque no a Disneylandia, ese abuelo puede llevarlo a correr mil aventuras de la mano de los sueños que nunca realizó; tu hijo habrá crecido cuando aprenda que todos los hombres estamos hechos de barro, pero también de polvo celestial.

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A COMER SAPOS Y CULEBRAS


Si desea hacerle creer al pediatra que su hijo come de todo, pues que le vaya bien. Yo no la voy a delatar (entre súper héroes, no nos pisamos la capa). Pero al menos no se mienta. Yo no conozco a ningún niño que “coma de todo”. Y no me extraña. Los niños, como cualquiera, tienen preferencias. Y en el ámbito de la comida esto se nota desde antes de que puedan hablar (los primeros balbuceos de mi hija incluía a los cocós –cualquier ave-, el gungún –auto-, las pampufaz –pantuflas- y la caca –que usaba para sus deposiciones y la crema de espinacas!).

Si desde bebés los hubiera dejado a su antojo, mis hijos el día de hoy sólo comerían tallarines y papas fritas. Pero sabemos que para que un niño sea sano y fuerte, requiere de una buena alimentación. Esto es, que incluya pescados, lácteos, legumbres, verduras, frutas, carbohidratos y carnes rojas y blancas. Y se puede lograr que coman de casi todo esto. Al menos, lo que a mí me ha funcionado para que mis hijos coman sapos y culebras, es guiarme por dos principios básicos. A saber:

La principal dificultad para que los niños tengan una alimentación variada está en los prejuicios de los adultos. Muchas madres creen a priori que ciertas comidas no les van a gustar. Sin embargo, entérense que tengo una sobrina de 5 años que se vuelve loca con el jamón serrano y los calamares (¡!), un hijo de 8 que –si no lo paro- podría comerse él solo un frasco de láminas de jengibre en vinagre y vaciar un plato de pebre (aunque la boca le arda, se toma un litro de agua y sigue comiendo), un sobrino que apenas camina pero que es capaz de desarmar el living por alcanzar unas aceitunas moradas y amargas, una hija que puede comerse un ciento de machas como si fueran chocolates y la hija de una amiga que pide como tentempié tiritas de morrón crudo. Así es que, aunque suene de Perogrullo, el primer paso para que coman de todo, es que prueben de todo.

¿Y qué hacemos con el pescado y otros alimentos, que deben comer pero que generalmente no les gustan? Fácil para una Mala Madre: engáñelos! O bueno ya, lo digo bonito, cual buena madre de sonrisa indeleble que amanece peinada, sin la pintura corrida y aliento de algodón dulce: los hago probar distintas recetas. Les cuento: El pescado al horno no lo pasan mis hijos (la verdad, yo tampoco). Sin embargo, hecho ceviche hace que nos peleemos el plato. Una hermana mía detestaba el choclo, pero moría por las humitas (creo que a los veinte años se enteró de la cruel realidad y necesitó psicólogo para superarlo). Mi hija adora los porotos y los garbanzos, mismos que mi hijo odia. Sin embargo, se traga el plato feliz si en un segundo se los convierto en crema (bendita maquinita un-dos-tres). Mi hijo ataca cual tigre de la sabana un bife que se sale del plato y chorrea sangre, mismo que a mi hija le causa náuseas. Por lo que para ella, lo sirvo en finas láminas con mucha palta, lechuga y tomate. A uno le encanta la cazuela y se repite el plato (¡y que, por favor, le pongan cilantro picado!), y la otra (cual Mafalda) sigue odiando la sopa, por lo que a ella se le sirve casi sin caldo y le parece exquisita ¡plop! (me recuerda a mí, que cuando de niña me descomponía al ver los círculos de aceite que flotaban en la superficie de la sopa).

A fin de cuentas, el truco que me resulta para que la dieta de los niños sea balanceada y variada, es la obligación de probar (látigo en mano). Y deben pasar por la tortura más de una vez. Porque, aunque no lo crean, la sensibilidad como el gusto, se educan. Así, la primera vez que mis hijos probaron sushi, lo encontraron asqueroso. Seis meses después, igual de malo aunque les gustó comerse el borde crujiente de los rebozados en panko. Actualmente, me arrepiento de haberles dado a probar porque comen como marabuntas.  

LAS MALAS MADRES SOMOS LEONAS


Venía de vuelta de dejar a mi marido en su oficina. Y como cada día, tenía planeado estacionar el auto en nuestra casa e irme a un agradable café cercano donde suelo trabajar. Cuando esperaba para virar hacia mi calle, vi a un chiquito apoyado en un poste que lloraba en silencio, disimuladamente. Su cara permanecía inmutable mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Vestía el uniforme del colegio al que también van mis hijos y que está justo en frente. El cielo estaba despejado y el piso húmedo. Hacía mucho frío. Una mujer, muy dulce en sus gestos, le hablaba, le acariciaba el pelo. Y cada tanto se inclinaba para hablarle mirándolo a los ojos. El chiquito miraba al infinito. El bocinazo insistente y prepotente de un automovilista de la exclusiva zona a la que dudo logre habituarme, me recordó que ya podía virar. Así es que me alejé de los dos seres que capturaron mi atención -y corazón- por unos breves, y curiosamente larguísimos segundos.
Dejé mi auto, recogí mi computador y mis papeles de la casa, y me fui caminando a mi café. No había avanzado mucho cuando los descubrí donde mismo. He visto cientos de mamás con sus hijos a la entrada del colegio. Como vivo cerca, es una escena que se repite cada día. Pero había algo esta vez, no sabría decir qué, que me inquietó. Algo, claramente, no andaba bien. Seguí caminando sin perderlos de vista. Suelo ser una persona respetuosa. A mí la buena educación me dice que no hay que meterse en asuntos ajenos salvo que algo se vaya de las manos, que haya un peligro evidente. Aquí no, no había gritos ni zamarreos. Sólo una mujer que habla con su hijo. Sin embargo, no sé por qué, quizás porque no soy tan educada como creo o quizás porque mi corazón responde a otros llamados para los que mi razón es sorda, cuando los tuve cerca les dije “¿Está todo bien? ¿Necesitan algo? Vivo cerca…”.

Podría haber seguido de largo. Ellos hablaban tranquilamente y ella no dejaba de acariciar la cabeza del chiquito. Cuando le hablaba, le buscaba la mirada pero él seguía sin estar; estaba su cuerpo que temblaba, pero él estaba lejos, muy lejos. Eran casi las 10 de la mañana, así es que el muchachito llevaba un par de horas parado (¿paralizado?) a pasos de la entrada del colegio. No se había sacado la enorme mochila de la espalda. Sé que pesa una enormidad porque mi hija carga una igual. El niño es muy delgado y tiembla con el frio que a todos nos cala. Es una mañana después de una copiosa lluvia, es una mañana de esas engañadoras con un sol radiante que no calienta nada. Y confirmo que mi alarma no era infundada. La dulce mujer me dice que no es su hijo, que volviendo de dejar a sus propios hijos lo vio detenido en esa esquina y que algo la inquietó. No necesitamos conocernos con esa mujer para, en ese minuto, hermanarnos. Su angustia es la misma que me recorre a mí de pies a cabeza.

El chiquito no quiere entrar al colegio. “Hijo, no te puedes quedar aquí” dice ella. “No puedo entrar”, dice él. “Pero ¿por qué?, te acompañamos si quieres” “No, no puedo”, es todo lo que logramos sacarle. Sigue llorando en silencio y entre las dos intentamos reconfortarlo, hablamos y hablamos y parecemos dos leonas lamiendo a un cachorro asustado. El chiquito no habla, sólo tiembla y llora. No tiene más de diez años y está en la calle solo. Le ofrecemos llamar a su mamá o a quien quiera. Se niega. Ya no recuerdo todo lo que dijimos entre esa cercana desconocida y yo. Que no importaba por qué no había entrado cuando debía, que no se preocupara, que quizás la inspectora lo iba a retar por llegar tarde pero que bastaba que le explicara que no se sentía bien, que nosotras podíamos ayudarlo y hablar con ella, que llamáramos a su mamá, que ella iba a entender sus razones cualquiera que estas fueran (¿entendería?), que nada es tan grave que no se pueda solucionar, que hay gente que lo quiere y lo puede ayudar, que a todos nos ha pasado tener problemas, que la mamá se iba a preocupar creyéndolo en el colegio, que debía saberlo, que es peligroso que se quede en la calle. En fin, hablamos y hablamos y sólo obteníamos por respuesta que negara con la cabeza. Y llorara. No sé quien de las dos le preguntó si alguien sabía de su problema y dijo que sí, su mamá. Y no volvió a hablar.

Estábamos en una situación insostenible. Ninguna de las dos podía quedarse, pero no podíamos dejar al muchachito ahí. Le ofrecimos nuevamente acompañarlo al colegio y se negó. Le explicamos que no podíamos dejarlo ahí, que avisaríamos al colegio. No dijo nada. Estuvimos otros diez minutos tratando de que aceptara, pero no hubo caso. Así es que la mujer fue al colegio y yo me quedé acompañándolo. Al poco rato llegaron dos de los inspectores, que son de las grandes y valiosas cualidades que tiene este colegio: las personas que trabajan en él. Incluidos los ogros más enojones y estrictos, tienen corazones protectores con los niños y saben distinguir con astucia una pataleta de un dolor. Entre los 2500 alumnos que estos dos inspectores cuidan cada día, apenas lo tuvieron cerca dijeron “¿Qué pasa Federico?”. Incluso yo sentí el reconfortante calor de ser llamado por su nombre. Federico sólo bajó la cabeza y lloró con fuerza. Lo abrazaron y él se dejó abrazar. La mujer y yo respiramos aliviadas. Al menos el niño no estaría solo en una esquina. Los inspectores nos tranquilizaron. Llamarían a la mamá y llevarían al niño al colegio para que tomara algo caliente. Federico se fue con ellos. Y nos quedamos la mujer y yo sin saber qué hacer. Habíamos hecho lo que correspondía, eso nos tranquilizaba. Los inspectores nos agradecieron lo hecho. Nos despedimos. Cada una se fue por su lado. Pero, y aunque no lo comentamos, sé que ambas quedamos inquietas.

Ese niño podría ser el hijo de cualquiera de nosotras. ¿Cuántas infinitas veces, yo he dejado a los míos en el colegio suponiendo que todo anda bien? La mamá de Federico ni remotamente sospechaba que cuando dejó a su hijito a la entrada del colegio, éste jamás ingresó. Según el niño, su mamá conocía su problema. ¿Lo sabía realmente? Yo misma, mil veces he creído entender a mis hijos y me he equivocado; he creído comprender una dificultad y sin embargo se me han escapado matices e implicancias insospechadas. Es fácil imaginar que la madre dejó a Federico en el colegio suponiendo que estaría de mal genio o con “maña”, pero firme en la decisión de que no debía faltar por capricho. Uno entiende perfectamente a esa mamá. Yo por lo menos, la entiendo.

Y, sin embargo, a esa mamá “se le pasó” la gravedad de lo que le ocurría a su hijo. Pues, no tengo dudas de que, fuera lo que fuera que le pasaba a Federico, era grave. Sólo algo grave inunda de ese modo a una criatura hasta dejarlo fuera de sí. Un niño puede temer un reto o un castigo del profesor o de los padres, pero no sentir terror. Insisto, lo que esa mujer que lo encontró y yo vimos, no era un niño con pena o rabia; el niño que encontramos esa mujer y yo, era puro dolor que se expresaba en un cuerpo diminuto, poseyéndolo por completo. No lloraba como niño. Era un llanto profundo y silencioso; un llanto que venía de otra fuente, muy distinto al que se manifiesta cuando no se satisface un capricho. Estoy segura que eso fue lo que a esa mujer y a mí nos inquietó y nos arrancó de nuestra rutina de leonas: los niños no lloran así. Más aún, los niños no deben llorar así. Y si lo hacen, es que algo no anda bien. Las leonas lo sabemos. En el día a día, las leonas podremos dejar que el león se luzca, podremos ser las últimas en comer y alimentarnos de las sobras que dejan los demás, podremos ser discretas y no andar alardeando de nuestras cacerías, pero rugimos con fuerza y nada ni nadie nos detiene si un cachorro está en peligro. Por eso, a riesgo de parecer entrometida, volveré al colegio a preguntar por el niño, pues prefiero pecar de entrometida que de indiferente. Las buenas madres están preocupadas de que no se les salte el barniz de uñas y cuentan a sus hijos en la camioneta para que no se les quede ninguno. Salvo eso, el resto la tiene sin cuidado. En cambio las malas madres nos metemos donde no nos llaman porque propio o ajeno, para una leona cualquier hijo es su hijo.

PD: A todas las leonas preocupadas, les cuento que estuve averiguando y me dijeron que están atentos a Federico. Al parecer no está llevando bien la separación de los papás y le ha costado adaptarse a las exigencias de 6º grado que en este colegio equivale a pasar a secundaria.
Estoy más tranquila porque aunque me han mirado con cara de "y a esta vieja quien le echó fichas", me digo que ojalá hubiera habido "viejas metidas" en otros casos espeluznantes que hemos visto en las noticias; estoy segura que más de alguien notó algo raro, pero pensó que eran ideas suyas...

NADA MÁS SALUDABLE QUE UN POCO DE MUGRE


Antes de que me linchen, aclaro: No estoy defendiendo la idea de que los niños no deban estar limpios. Sólo que limpio, no es lo mismo que higienizado. Y es que hay madres tan obsesionadas con los virus y las bacterias que hacen de su hogar una burbuja sanitizada. En sus casas abunda el cloro, el aerosol desinfectante, el alcohol gel y el odio por las alfombras (“¡Están llenas de ácaros!”, me grita una, como si yo fuera sorda. Bueno, la verdad es que soy sorda pero, sobre todo, adoro andar en calcetines sobre una alfombra esponjosa).

Claro, con los bebitos la cosa es distinta, recién venidos al mundo deben armarse de las defensas necesarias, pero luego ya pueden enfrentarlo sin problemas. A lo que quiero llegar, es que hay una cierta población de bacterias y bichos diversos con los que normalmente convivimos y ni nos enteramos. Y cualquier niño sano, puede hacerles frente. Mi hija, luego de aprender a caminar, y al primer descuido, solía lamer las suelas de sus zapatos (supongo que de tan agradecida de dar curso –por fin- a su temprana naturaleza nómade). Obviamente si un niño tiene alguna fragilidad de salud, es adecuado prevenir que se exponga a los microbios, pero la gran mayoría de los niños no. De hecho, les recuerdo que nosotras somos de una generación que creció comiendo tierra, que creció tomando agua de una llave que había chupado medio colegio, que creció tragándose los mocos (sé de uno que los compartía con los mejores amigos), una generación a la cual les limpiaron las mejillas con un pañuelo untado en saliva (yo huía a perderme cada vez que una tía o una abuela decía algo así como “a ver, venga para acá m´hijita”, preámbulo indudable del particular aseo). Pero el punto es que, más allá de lo asqueroso que puedan parecernos estos actos, no nos pasó nada. Al contrario. Por eso, soy una convencida que convivir con microbios desde temprano, nos inmuniza a ellos. O como dice mi adorable suegro “Deje que se ensucie, no mah. Le hace bien” (imposible resistirse a un tata que te dice esto sonriendo, mientras mira enternecido como su nieto usa de resbalín una lomita de barro. Si a eso le suman una panza mullida que se agita con las carcajadas, unos ojos claros como agüita de vertiente y los modos de quien creció y amó en medio de peillines y corderos, entenderán nuestra imbatible complicidad).

Así es que, si no hay una razón poderosa en contra, aconsejo darle curso a sus deseos de chupetear a su hijo cuanto quiera (¿hay algo más delicioso que el cuellito de un bebé?), permitir que le quite de la boca lo que está comiendo (no sé por qué, pero a los niños les encanta hacer eso, y luego comerlo ellos. Y como son generosos desde pequeños, le vuelven a meter a usted en la boca el pedazo de pan archilamido). Dese permiso para limpiar el tete de su hijo, chupándolo usted misma aunque el pediatra le diga que su boca es un wáter (pensarán que exagero; supondrán que mi oficio de escribir cuentos se está colando en estas crónicas, pero les requete juro por la abuela que tuve la fortuna de tener y que ahora tendrá a Dios parando las patas de tanto reírse con el recuento de sus travesuras, por ella es que les juro que me dijo eso un mecánico de tercera estofa y bata blanca). Permita que su hijo duerma, se revuelque y comparta la comida con su mascota (mi hijo, en la época en que gateaba, no encontraba nada más entretenido que chuparle las orejas a nuestra perra !!). Teniendo la precaución de que sus mascotas tengan sus vacunas al día y no callejeen, puede estar tranquila: los microbios quedan en familia y todos tan contentos.

MALVADOS CONSEJOS PARA QUE SU HIJO DUERMA COMO LIRÓN Y SE AHORRE LAS GANAS DE DARLE UN PALO EN LA CABEZA


El lirón es un adorable animalito parecido a un ratón que se caracteriza por tener extensos y profundos períodos de sueño.  Desde que nacieron mis hijos, anhelé que durmieran como tales. Sin embargo, no me resultó: mis hijos, hasta el día de hoy, son madrugadores. Nunca pasaron –ni pasan- de las 6:30 AM. Bueno sí, cuando por alguna razón trasnochan, despiertan a las 7!

¿Y por qué les cuento esto?