ARRANCAR PA´ADELANTE

«Arrancar pa' adelante» fue la expresión que le escuché a un amigo (amigo de esos de verdad; amigo de esos que simplemente lo es y te parece tan natural como si siempre lo hubiera sido; amigo como los que tenías en la época cuando tu mamá todavía te peinaba; amigo que te haces por pura —pero no por eso menos misteriosa— afinidad; que te hace reír con nada y que amas a primera vista porque es capaz de armar un panorama saltando baldosas en un pie o, como me ocurrió con él, desentrañando los misterios de una planilla Excel). Bueno, a este amigo le escuché que hay que arrancar pa' adelante ante las amenazas.
La frase, además de hacerme reír, me dejó meditando por mucho tiempo (cuando digo mucho tiempo, es de verdad mucho tiempo. Quienes me conocen, saben que la velocidad de las tortugas me provoca vértigo). El punto es que así enfrenta él la incertidumbre. Y con el correr de los años, la frasecita no solo me pareció graciosa, sino que inmensamente útil. Útil para la vida en general, pero muy especialmente con mis hijos, que tienen la capacidad de desarmar en dos segundos mis certezas.
Un revolucionario decía algo así como que hay que conocer/vivir en las entrañas del monstruo. Y a mí se me presentó, en gloria y majestad, el mío: un centro de diversiones diseñado especialmente para niños que consiste en una ciudad en miniatura. Como uno de mis mandamientos es «si no sabes, pregunta», me di a la tarea de conocer las opiniones que había al respecto. Revisé desde columnas de especialistas hasta cartas al director, pasando por escuchar lo que tenían que decir amigos, familiares, apoderados, compañeritos de mis hijos y desconocidos —una mala madre tiene las orejas paradas en la micro y en todas partes—.
Las opiniones que encontré pueden resumirse en dos: en una esquina del ring, los que consideran ese lugar como el nec plus ultra del consumismo (los dejé locos con ese alarde de erudición ¿no?), destinado a lavarles el cerebro a nuestros niños para que se traguen sin masticar el modelo despiadado neo liberal del consumismo extremo, depredador e individualista. En la otra esquina, los defensores de un espacio hecho a medida de los niños que replica el mundo de los adultos en miniatura y les permite a los pequeños dar rienda suelta a una necesidad de imitación que cualquier padre o madre puede corroborar y que los hace inmensamente felices. De hecho, no conozco ningún niño que no juegue a ser grande. No sé los de ustedes, pero mis hijos no hace mucho morían por las réplicas en miniatura de cuanto producto de muestra llegara a nuestra casa. Mientras más real, mejor. De hecho, para mis hijos soy la encargada de, con cada visita a la clínica, pedir que me regalen guantes quirúrgicos «reales», palitas de madera para revisar la garganta «reales» y mascarillas «reales» (hace un par de navidades, les regalé a mis hijos aspirantes a médicos un juego de maletín de doctor ¿y adivinen qué?: ¡me lo tiraron por la cabeza porque no era real! Grrrr).
Así las cosas, me encontraba en el dilema de si llevarlos o no al lugar. Había para mí tantas cosas en juego que la decisión no me resultaba clara. Tampoco quería simplemente ceder al motín organizado por mis retoños (hay que ver de lo que son capaces dos enanos llenos de vitali­dad con una idea fija tatuada en la frente. Para mi fortuna, no se unen tan seguido por una causa). Y ahí estaba yo, resistiendo a duras penas los embates del enemigo y sin una certeza que afianzara mi posición y los hiciera retroceder. Dicho simplemente, no sabía qué hacer con el sitio de la polémica, instalado de modo imperdonable en medio de un bello parque. Fue entonces que escuché la voz de mi amigo que viajaba desde lejanas épocas (tranquilos, es un decir. No escucho voces que me den instrucciones. Al menos, no todavía): «Arranca pa' adelante», «arranca pa' adelante, Nathalie».
Así fue como, pagando las entradas con un ojo y la mitad del otro, nos introdujimos en el famoso lugar. En treinta segundos mis hijos des­aparecieron y yo me instalé —feliz, lo confieso— en la cafetería para papás que cuenta con un confortable y silencioso living, donde puedes tomar un café más que decente y leerte media novela. Y, si quieres, responder mails en la hora siguiente, pues cuenta con computadores de libre acceso.
Sin embargo, luego de un rato, empecé a inquietarme. Las preguntas me bombardeaban sin piedad. ¿Estará bien haber venido? ¿Estaré exponiendo a mis hijos a algo inadecuado? Pero si no los traía, ¿qué hacía con la tristeza de sus caritas? ¿Qué explicación les daba de por qué otras mamás sí habían llevado a sus hijos al lugar del que todos hablaban? Sería tan lindo que mis hijos jugaran en una granja, pensé. Y al segundo recordé nuestros veraneos en el campo que, siendo de las experiencias más bellas, no tiene nada de idílico. Por un lado, mi hija jamás olvidará haber sido «mamá» de unos patitos que, obedientes y en filita, la seguían a todas partes, y mi hijo hasta el día de hoy se acuer­da de una ranita que nadó con él en la piscina. Pero mis amados hijos también descubrieron que los gatos, además de ronronear, descuarti­zan ratoncitos, que los zorros se comen de dos mordiscos las gallinas y que el tierno corderito que nace viene envuelto en una membrana sanguinolenta que la señora cabra lame sin asco y que hizo que mis hijos casi se desmayaran. Ni les cuento lo amargo que me sabía el café a esas alturas de dar y dar vueltas en redondo.
Y entonces, contra todos los pronósticos, a los cuarenta minutos, hicieron su aparición las crías mías: Felipe, con la cara de satisfacción de quien viene de engullir una pizza y una bebida gaseosa hechas por él mismo, y Sofía, alardeando de unas calcomanías que había «comprado» gracias al «sueldo» que le pagaron como cajera de supermercado (actividad, por cierto, calificada como la mejor del mundo).
—¿Y, qué tal? —pregunté.
Entonces, con esa deliciosa sencillez con que hablan los niños; con esa elegancia minimalista con que se expresan; con esa capacidad mara­villosa de saber exactamente qué quieren, respondieron al unísono mi pregunta y, de paso, calmaron todas mis ansias: «Sip, no es fome, pero ¿podemos irnos al parque que está arriba? Anda di que sí, por fa, por fa».

Mis hijos rodando en una loma fue el cierre de esa jornada que tantos dolores de cabeza me había causado. Y yo, tendida en el pasto, disfrutando de las cosquillas que me hacen las hormigas que insisten en trepar a mis pies, llego a la conclusión de que, definitivamente, la mejor forma de vencer los miedos es enfrentándolos.

LOS ZOMBIES


La crianza requiere tener una paciencia tonificada, una paciencia elástica, una paciencia resistente a las desilusiones, una paciencia alerta que jamás se deja sorprender con los brazos caídos, una paciencia que se regenera a sí misma con una sonrisa, una paciencia hondamente sabia que conoce de los dolores, confusión y dudas que conlleva el crecimiento, una paciencia incondicional a las torpezas del que no sabe, pero cree saber. Esa paciencia resistente a todo evento solo pueden tenerla los niños. A nadie le enseñan a ser padre o madre. Y nuestros hijos lo saben. Y nos tienen paciencia. 

Siempre me he sorprendido de los niños que, con historias que dejan pequeña la mejor telenovela venezolana, no odian a sus padres. Quizás en sus jóvenes corazones aniden dolor, pero raramente venganza. Siendo padre o madre, uno se equivoca tanto y tantas veces, que si nuestros hijos fueran nuestros amigos, hace tiempo nos habrían abandonado. Sin embargo, basta que pidamos perdón sinceramente y nuestros hijos pueden borrar en el instante la ofensa o el juicio injusto como si hubiera estado escrito en una de esas pizarras blancas que usan en el colegio. Los admiro. A mí se me nota la vejez en lo que tardo en recuperarme de los dolores. Mis hijos, en cambio, dan vuelta la página a los malos ratos y a otra cosa, mariposa. Sí, los niños son livianos como mariposas. 
Ellos saben que no es fácil ser padre, pues son testigos de que frente a determinadas situaciones no peleamos contra éstas, sino que batallamos contra nuestros propios fantasmas. Fantasmas que creíamos muertos y que reviven como zombies.
Hay madres frías como una baldosa. A nadie le gusta que así sea, pero es un hecho que a veces ocurre. Sobra decir que, como hijo, tal situación no es fácil de sobrellevar. Todos quienes lo han vivido le han hecho frente de distintas maneras, de modo que esta crucial carencia duela menos. Se busca a alguna figura que supla lo que no recibimos del progenitor. ¿Cuántos entre nosotros tenemos un profesor que fue clave para nosotros? O una tía divertida, una abuela luminosa, la aparición inesperada de un medio hermano mayor que dividió en dos bandos a la familia, pero que a ti te consideró de su sangre desde el primer día que te conoció… Historias como esas conozco varios cientos. Niños resilientes que supieron compensar una cojera afectiva y se convirtieron en adultos plenos y sin rencor. Realizaron sus vidas con satisfacción y construyeron sus propias familias. 
Pero entonces se convirtieron en padres y madres, y la antigua herida puede abrirse y doler. Doler mucho, sobre todo porque nunca la anticipamos. Habíamos aprendido a vivir con nuestros abollones, pero verlos infligidos en las criaturas que más amamos, nos duelen el doble. Teniendo hijos, duele el doble ver que esa madre sigue fría a la hora de ser abuela. ¿Cómo se le explica a tu hija que con la boca pegajosa corre a abrazar a su abuela y es detenida en el aire con un «cuidado que me vas a manchar»? ¿Qué se hace con un abuelo que tira promesas al aire que iluminan los ojos de tu niño, y ves cómo ríe y aplaude frente a esas luces que tú sabes fugaces? 
Dejar crecer a tu hijo es permitir que se desilusione. ¿El reto? Que aprenda que desilusionarse no es lo mismo que dejar ir la esperanza; que aprenda que esa abuela que lo priva de cálidos abrazos sí puede enseñarle un truco para aprender la tabla del nueve; que aunque no a Disneylandia, ese abuelo puede llevarlo a correr mil aventuras de la mano de los sueños que nunca realizó; tu hijo habrá crecido cuando aprenda que todos los hombres estamos hechos de barro, pero también de polvo celestial.