Si desea hacerle creer al pediatra que su hijo
come de todo, pues que le vaya bien. Yo no la voy a delatar (entre súper héroes,
no nos pisamos la capa). Pero al menos no se mienta. Yo no conozco a ningún
niño que “coma de todo”. Y no me extraña. Los niños, como cualquiera, tienen
preferencias. Y en el ámbito de la comida esto se nota desde antes de que
puedan hablar (los primeros balbuceos de mi hija incluía a los cocós –cualquier
ave-, el gungún –auto-, las pampufaz –pantuflas- y la caca –que usaba para sus
deposiciones y la crema de espinacas!).
Si desde bebés los hubiera dejado a su antojo,
mis hijos el día de hoy sólo comerían tallarines y papas fritas. Pero sabemos que
para que un niño sea sano y fuerte, requiere de una buena alimentación. Esto
es, que incluya pescados, lácteos, legumbres, verduras, frutas, carbohidratos y
carnes rojas y blancas. Y se puede lograr que coman de casi todo esto. Al
menos, lo que a mí me ha funcionado para que mis hijos coman sapos y culebras, es
guiarme por dos principios básicos. A saber:
La principal dificultad para que los niños
tengan una alimentación variada está en los prejuicios de los adultos. Muchas
madres creen a priori que ciertas comidas no les van a gustar. Sin embargo, entérense
que tengo una sobrina de 5 años que se vuelve loca con el jamón serrano y los
calamares (¡!), un hijo de 8 que –si no lo paro- podría comerse él solo un
frasco de láminas de jengibre en vinagre y vaciar un plato de pebre (aunque la
boca le arda, se toma un litro de agua y sigue comiendo), un sobrino que apenas
camina pero que es capaz de desarmar el living por alcanzar unas aceitunas
moradas y amargas, una hija que puede comerse un ciento de machas como si
fueran chocolates y la hija de una amiga que pide como tentempié tiritas de
morrón crudo. Así es que, aunque suene de Perogrullo, el primer paso para que
coman de todo, es que prueben de todo.
¿Y qué hacemos con el pescado y otros
alimentos, que deben comer pero que generalmente no les gustan? Fácil para una
Mala Madre: engáñelos! O bueno ya, lo digo bonito, cual buena madre de sonrisa
indeleble que amanece peinada, sin la pintura corrida y aliento de algodón
dulce: los hago probar distintas recetas. Les cuento: El pescado al horno no lo
pasan mis hijos (la verdad, yo tampoco). Sin embargo, hecho ceviche hace que
nos peleemos el plato. Una hermana mía detestaba el choclo, pero moría por las
humitas (creo que a los veinte años se enteró de la cruel realidad y necesitó
psicólogo para superarlo). Mi hija adora los porotos y los garbanzos, mismos
que mi hijo odia. Sin embargo, se traga el plato feliz si en un segundo se los
convierto en crema (bendita maquinita un-dos-tres). Mi hijo ataca cual tigre de
la sabana un bife que se sale del plato y chorrea sangre, mismo que a mi hija
le causa náuseas. Por lo que para ella, lo sirvo en finas láminas con mucha
palta, lechuga y tomate. A uno le encanta la cazuela y se repite el plato (¡y
que, por favor, le pongan cilantro picado!), y la otra (cual Mafalda) sigue odiando
la sopa, por lo que a ella se le sirve casi sin caldo y le parece exquisita
¡plop! (me recuerda a mí, que cuando de niña me descomponía al ver los círculos
de aceite que flotaban en la superficie de la sopa).
A fin de cuentas, el truco que me resulta para
que la dieta de los niños sea balanceada y variada, es la obligación de probar
(látigo en mano). Y deben pasar por la tortura más de una vez. Porque, aunque
no lo crean, la sensibilidad como el gusto, se educan. Así, la primera vez que
mis hijos probaron sushi, lo encontraron asqueroso. Seis meses después, igual
de malo aunque les gustó comerse el borde crujiente de los rebozados en panko.
Actualmente, me arrepiento de haberles dado a probar porque comen como
marabuntas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario