EXPONGO A MIS HIJOS A LAS INFECCIONES

Las Malas Madres tenemos razones, que las Buenas, desconocen.

No hallo las horas de repetir lo que hicimos el verano pasado. Un día fuimos de paseo con mis hijos a una plaza muy bonita en el centro de Santiago. Pese al calor, recorrimos un museo y una biblioteca y nos hartamos hasta las orejas de bebidas gaseosas, papas fritas y deliciosos nachos rebosantes de Tartrazina y Amarillo Crepúsculo. Aclaro -para evitar que me linchen-, que ésta no es la alimentación habitual de mis hijos, donde abundan las lentejas, las espinacas y el pescado. Es simplemente un goce de excepción.

Luego nos tendimos en el pasto a descansar. Pero empezó a hacer más calor y, cual pajaritos, mis hijos dieron con un regador automático y, claro está, se mojaron hasta los calzones. Entonces escucharon la algarabía de otros niños que, junto a un par de perros callejeros, nadaban en una pileta cercana. Había carteles de “prohibido bañarse” y amenazadoras puntas metálicas para disuadir a los analfabetos: usé ambos para poner a secar las poleras y shorts, mientras mis hijos chapoteaban en ropa interior. Doy fe de que estaban más felices que los quiltros.

“¿Pero cómo se te ocurre?”, dijo alguien por ahí cuando comenté la anécdota. “¿No sabes la cantidad de infecciones que hay?” Sí, lo sé. “¿Y que si se quedan con el cuerpo mojado puede darles pulmonía?” Sí, lo sé. “¿Y que esos perros podrían haberlos mordido?” Sí, lo sé. “¿Y que les podría haber dado alergia, podrían haberse pescado piojos o sufrir una diarrea con el agua que tragaron?” Sip “¿Y que podrían haberse rasguñado, resbalado y/o quebrado un brazo o una pierna al meterse a un lugar no apto para el baño?” Si, también lo sé.

“¿Y por qué –acá, pito de censura- lo permites?”. Aquí respiro hondo, le doy una calada a mi cigarrillo y respondo: Lo hice, porque aprendí a andar en bicicleta sin frenos y sin casco, y aunque me pelé las rodillas y tengo una cicatriz de recuerdo, fui inmensamente feliz. Porque comía sopaipillas compradas en la calle, que chorreaban aceite de dudosa procedencia y nunca he vuelto a probar nada más delicioso. Porque con mis amigos tomábamos agua del grifo -chupándolo- y el agua nunca me ha sabido mejor. Porque me regalaban los juguetes más caros, pero me divertía horrores tocando timbres y haciendo tortitas de barro con mis amigos más pobres. Y eso, precisamente eso, es lo que por ningún motivo quiero que mis hijos se pierdan.



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