Veo muchas madres bien informadas, pero que saben bastante
poco; madres que cargan conocimientos como si fuera la cartera. Y que como tales,
los cambian según la moda. No es raro, entonces, que vivan angustiadas por
estar actualizadas y se vuelvan torpes a la hora de mirar a sus hijos. He escuchado diálogos en la consulta del
pediatra que son verdaderas competencias al estilo “Quien quiere ser
millonario”; explicaciones detalladas de cómo debe acostarse “científicamente” a
un bebé (¡plop!), defensas talibanas de las ventajas de un jugo envasado
enriquecido en vitaminas versus exprimir una naranja (!doble plop!) y niños
alimentados a punta de colados, una de cuyas madres repite como loro el slogan
perverso de la empresa que los fabrica: son mejores que la comida que usted
puede prepararles pues está libre de gérmenes. Conversaciones plagadas de “el
pediatra dijo”, “leí en una revista especializada”, “busqué en google”.
Uf. En
un ambiente así, ¿tiene cabida que yo comparta que mi madre me enseñó que el
juguito del durazno en conserva, alivia la fiebre?
Bajo la premisa de “Vive y deja vivir”, no suelo
entrometerme en la vida de los demás y menos, en los estilos de crianza. Pero
si está en juego el bienestar de un niño, ni modo: me rocío de parafina y
enciendo la mecha con un comentario. “Tu hija tiene fiebre”, le lanzo a mi
amiga en cuya casa estoy de visita. “¿Y cómo sabes?”. Me demoro en responder
porque su reacción me deja desconcertada. En vez de ir hasta donde está su
adorable pequeña y mirarla, pierde tiempo en buscar los fundamentos de mi
aseveración; en pedirme que me justifique porque no puede entender que yo esté
tan segura de lo que digo sin haber usado un termómetro. En un segundo, tomo
conciencia de que mi amiga, a la que le llevo casi diez años, me mira como si
yo fuera una anciana retrógrada (no quiero ni pensar en el desprecio con que
debe mirar a su propia madre. Pobre abuela. Entiendo la infinita sensación de
inadecuación que debe sentir, la misma de tantas abuelas tratadas como tontas
por sus hijas y nueras, como si estas mujeres nunca hubieran criado).
Mi amiga toca a su hija y muy suelta de cuerpo dice, “no
pasa nada, si hasta tiene las manos frías”. A lo que respondo “no me cabe duda.
Y si le sacas los zapatitos, descubrirás que los pies los tiene aún más
helados”. Lo más raro de todo, es que mi amiga se resiste a verificar lo que
digo. Hasta diría que está molesta. Se da la vuelta mientras me avisa que va a
buscar el termómetro digital. “Son pésimos”, alcanzo a gritar antes de que
desaparezca (sospecho que acabo de caer en la categoría de ex-amiga). “¿No
tienes de esos de vidrio?”, digo yo para empeorar las cosas. “¿De esos antiguos?”
replica ella, con cierto aire de triunfo por su estocada. “Sí, de esos” digo, resignada
a que se sienta ganadora (todo sea por el angelito…)
Total, que no tenía termómetro de vidrio y el digital “sólo”
marcaba 37,5. “O sea, tiene 39” digo yo. Luego, valiéndome de recordarle mis
históricos aciertos (por “pura” intuición dice ella como si yo jugara a los
dados), logro convencerla de que lleve a su hija a la clínica. Y como temía, la
criatura queda internada. Mi amiga rompe en llanto sintiéndose culpable. Ella,
que es tan eficiente en todo, que es tan exitosa, no puede perdonarse el riesgo
que corrió su hija (vaya venda en los ojos que puede llegar a ser la soberbia).
“Pero si estaba regio –le discute al médico-, comió
normalmente, jugó con su hermano y hasta se reía. Tenía un poco de moco, pero
como un resfrío cualquiera”. Y remata con un “objetivamente no había nada de
qué preocuparse” (tuve que contenerme). Cuando se fue el doctor, me tocó a mí:
“¿pero dime, cómo sabias?”. Hay rabia en su voz, como si yo le ocultara algún
secreto.
-
Nada más que mirándola.
-
Pero si yo también lo hice y no vi nada.
Precisamente.
Usaste la visión, no la mirada. Cuando algo no anda bien en los niños, se nota.
Sólo debes tomarte el tiempo. Y con la práctica, mirando atentamente a tu hijo,
te bastará una leve mueca para saber que algo oprime su corazón; mirando sólo
sus ojos, saber que tiene fiebre. También sabrás distinguir el silencio que es
rabia contenida del silencio donde está haciendo nido la creatividad. Por eso,
cuando aprendes a mirar, sabes cuándo intervenir y, sobretodo, cuándo no. Si te
sirve, yo aprendí de mi madre y de mi abuela. Podrías darle una oportunidad a
las tuyas…
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