EL CIRCO

¿Si les digo que mi hermana esconde en su boca una hilera de perlitas, me dirían que miento? Y si agrego que cuando sonríe se le ilumina el rostro, ¿me acusarían de falaz? Para la gente más concreta, aclaro que mi hermana no es ninguna extraterrestre que posea bajo la piel una ampolleta alógena ni escupe perlas porque tampoco es molusco. Sin embargo, todo lo dicho es verdad, como revela toda metáfora, que gusta de usar el envoltorio de las mentiras. Pero lo que quiero destacar es que, aunque no lo crean, para entender este tipo de sutilezas son más hábiles los niños que muchísimos adultos (en rigor -y lamentablemente- estos últimos se comportan más a menudo como moluscos).
 
Botón de muestra:

me encantan los circos y cada vez que puedo, voy con mis hijos (en esta época veraniega se puede encontrar más de uno en el litoral). En más de una ocasión he invitado a amigos o amigas con sus niños, pero generalmente se niegan porque los encuentran feos, tristes, rascas o pobres. Y sí, puede que lo sean… pero sólo en parte, o no totalmente.
 
No crean que soy tan tarada como para no ver que la muchacha acróbata tiene zurcidas las medias en varios lugares, que la carpa tiene tantos colores como agujeros, que las bancas para sentarse son de palo y que si no eres cuidadoso, puedes arañarte la pierna (del dolor de espalda luego de una hora sentado ahí, no hay como zafarse). Me doy cuenta -y mis hijos también- que el fabuloso hombre de la máscara que da vueltas en moto a toda velocidad en una bola metálica inmensa es el mismo que nos vendió las entradas, que el mago es el que atiende el carro de palomitas de maíz en el intermedio y que la pequeña que lo acompaña y a la que le cuelgan los mocos, es la graciosa payasita que hace travesuras en el escenario.
 
Pero aún así; pese a sus miserias y precariedad, los circos me siguen pareciendo Bellos. Sí, con mayúscula. Hay belleza en la valentía de atreverse a volar colgada del tobillo desafiando la gravedad y la sensatez. Hay belleza en la perseverancia de levantarse cada día aunque la función del día anterior sólo haya recaudado lo mínimo para comer. Hay belleza en ponerte un traje ridículo y contar cincuenta veces el mismo chiste por el sólo hecho de que un niñito no lo conocía y no ha parado de reírse. Hay belleza en darse por retribuido con carcajadas y aplausos. Hay belleza en no desanimarse frente a una audiencia escasa y hacer vivir una fiesta de magia e ilusión a los pocos presentes. Hay infinita belleza en el pecho henchido de orgullo por el logro alcanzado al final de la función, precisamente por no haber sido fácil.
 
Probablemente la trapecista ganaría más dinero vendiendo seguros y el hombre más fuerte del mundo obtendría el doble si trabajara en la construcción. Para suerte mía aun quedan soñadores como estos y donde quiera que estén, voy con mis hijos a aplaudirlos porque mis niños, aunque fieros observadores a quienes no se les escapa que la señora desaliñada que andaba en chancletas cuando entramos es ahora la contorsionista de larguísimas pestañas, sucumben ante la belleza de lo que es capaz de hacer y le rinden homenaje durante semanas probando imitarla mientras saltan en sus camas…

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