Desde que
nacieron mis hijos, he tenido 9 animales (de soltera tuve 13, sin contar a mis
pololos). Junto a pajaritos, hamsters, gatos, conejos, peces y perros, hemos
ido creciendo. Ha habido historias de todos los géneros, aunque abunda la
comedia. Una perrita amaba masticar los calcetines de mi marido. No me
pregunten por qué le gustaban sólo esos y los de ningún otro. (por favor no lo
comenten, que hasta el día de hoy la víctima no lo sabe). Un día descubrimos al
gato
orinando en el wáter, manteniendo un equilibrio imposible con las patas abiertas al máximo y sin resbalarse en el bode redondo de la taza. Y otra vez, nos percatamos que nuestros dos adorables conejitos se habían dado un banquete con los cables del modem, dejándonos sin internet por una semana. En otra ocasión, una perra que tuvimos, obediente y mejor educada que la mayoría de mis amigos, nos acompañó toda la tarde en un asado. Recalco: nunca la perdimos de vista. Se paseaba entre la gente disfrutando las caricias o echándose tranquilamente a dormir a los pies de alguien. Fue comentario generalizado lo bien entrenada que estaba. Nunca, repito, nunca molestó a nadie pidiendo una chuleta ni intentó robar longanizas. Lo malo del asado –y por lo que nos pelan hasta el día de hoy- es que la carne se hizo poca. Yo juraba haber comprado el triple de lo que llegó a las brasas, pero claro, entre tanta locura de supermercado, niños, cartera, bien podría haber olvidado una bolsa (no sería la primera vez que me pasara). Total, que se fueron todos, apagamos las luces y nos fuimos a acostar. A los pocos minutos, mi marido fue a buscar algo y descubrió a nuestra Labrador de ojos tiernos, desenterrando 5 kilos y medio del mejor tapabarriga (¡!). Confieso que no me dio para retarla porque sentí vergüenza al lado de su proeza: ninguno de los miembros de mi familia tiene la capacidad de postergar la gratificación que demostró mi perra. Mi marido se va de cabeza al helado, aunque esté satisfecho como sapo, yo puedo comer nachos con ají hasta hacerme pedazos la boca y mis hijos arrasan frente a un plato de papas fritas con ketchup.
orinando en el wáter, manteniendo un equilibrio imposible con las patas abiertas al máximo y sin resbalarse en el bode redondo de la taza. Y otra vez, nos percatamos que nuestros dos adorables conejitos se habían dado un banquete con los cables del modem, dejándonos sin internet por una semana. En otra ocasión, una perra que tuvimos, obediente y mejor educada que la mayoría de mis amigos, nos acompañó toda la tarde en un asado. Recalco: nunca la perdimos de vista. Se paseaba entre la gente disfrutando las caricias o echándose tranquilamente a dormir a los pies de alguien. Fue comentario generalizado lo bien entrenada que estaba. Nunca, repito, nunca molestó a nadie pidiendo una chuleta ni intentó robar longanizas. Lo malo del asado –y por lo que nos pelan hasta el día de hoy- es que la carne se hizo poca. Yo juraba haber comprado el triple de lo que llegó a las brasas, pero claro, entre tanta locura de supermercado, niños, cartera, bien podría haber olvidado una bolsa (no sería la primera vez que me pasara). Total, que se fueron todos, apagamos las luces y nos fuimos a acostar. A los pocos minutos, mi marido fue a buscar algo y descubrió a nuestra Labrador de ojos tiernos, desenterrando 5 kilos y medio del mejor tapabarriga (¡!). Confieso que no me dio para retarla porque sentí vergüenza al lado de su proeza: ninguno de los miembros de mi familia tiene la capacidad de postergar la gratificación que demostró mi perra. Mi marido se va de cabeza al helado, aunque esté satisfecho como sapo, yo puedo comer nachos con ají hasta hacerme pedazos la boca y mis hijos arrasan frente a un plato de papas fritas con ketchup.
En nuestra
aventura de vivir con mascotas, también hemos tenido despedidas dolorosas,
duelos largos y búsquedas frenéticas a la una de la madrugada de una cachorra
loca como cabra que amaba pasear por el barrio. He pasado los sustos de mi vida
con la multiplicidad de regalos que nos trae nuestro agradecido gato
(lagartijas destripadas, palomas sin cabeza y ratones agonizantes. Valorrr). Asimismo,
con mis hijos nos hemos maravillado de los Caracoles Manzana en el acuario, de
cómo se las ingenian para ir a buscar oxígeno a la superficie, bombear aire
para tener de reserva y luego dejarse caer, rebotando suavemente entre las hojitas
de la vegetación hasta llegar al suelo. También los hemos visto amarse
lujuriosamente y tener aproximadamente 1600 retoños!
Problemas
derivados de tener animalitos, los cuento por cientos (¡¿¿han tratado de
ponerle gotas en los ojos a una tortuga con conjuntivitis??!). Las veces que
limpié vómitos, otro tanto. Las angustias por alguno enfermo o herido, anda por
las alturas. Mis hijos siempre han estado involucradísimos en la crianza y
cuidado de cuanta mascota ha llegado a la casa. Han debido sortear variadas e
intensas emociones y más de una vez he debido mediar y ayudarlos a elaborar las
a veces complejas -pero siempre maravillosas- situaciones derivadas de convivir
con ellos. Aclaro de inmediato –para evitar cualquier apreciación idílica- que
si bien mis hijos ayudan en el cuidado de las criaturas en la medida de sus
edades y capacidades, el trabajo pesado, me lo llevo yo. Pero lo curioso es que
ni por un segundo me arrepiento. Será porque lo que hemos vivido con mis hijos
es un “mundo” imposible de transmitir con palabras. Un inmenso viaje lleno de
aventuras, lleno de risas y asombro, lleno de ternura y lecciones vitales. Es
cierto que en los sillones de mi living encuentras más de un pelo (bastantes
más si es la época en que pelechan). Un costado del sofá es el lugar preferido
de mi gato para afilarse las uñas, así es que imaginarán lo lindo que está. El
piso de madera no es inmaculado y ya me resigné a no tener jamás una alfombra
blanca de revista de decoración. Pero juro por mi amada abuela -que a estas
alturas ya debió reencarnar en bugambilia o colibrí- que no me importa.
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