"Porque una es más auténtica,
cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma". Esa rotunda aseveración la dice
Agrado en la película “Todo sobre mi madre”, de Pedro Almodóvar. Y hoy sus
palabras vienen a mí, prístinas, a resumir lo que en estos días he estado
reflexionando. Les cuento.
Tengo una amiga que es una
talentosa ilustradora de cuentos infantiles, a quien le basta una frase para
crear un mundo delicado y conmovedor en una página. He tenido la fortuna de presenciar
la magia que las palabras operan en ella; como si fueran el humilde fósforo que
necesita para en medio de la obscuridad, encender una cálida fogata. Hace unos
días terminó un libro que tuve en mis manos. Y tanto como sus dibujos, hizo
temblar mi corazón la dedicatoria que había en él: agradecía a sus padres el
haberle regalado la primera caja de lápices.
Cuánta verdad hay en su
agradecimiento. Sin un padre y una madre que no hubieran sido los agudos
observadores de su talento; que no hubieran estado atentos y sido respetuosos de
las tempranas manifestaciones de su creatividad, mi amiga no existiría. Tal vez
existiría una sombra de ella, y en donde, de la creatividad que alguna vez la
habitó, sólo quedaría un muñón. Pero no. Ella es hoy una mujer feliz y plena
que anda con sus lápices a cuestas, los cuales domina como avezada espadachín.
Pero claro, ver esa dedicatoria
también me inquietó. Me resultó inevitable preguntarme si acaso algún día mis
hijos me agradecerían el haberlos ayudado a ser quienes soñaban. Me
tranquiliza, al menos, el haberlo intentado; el haber recorrido Santiago con un
calor sofocante consiguiéndome un tutú, el haber metido un piano en mi casa
aunque implicara perder la mitad del espacio del comedor, el haber perdido la
cuenta de cuantos trajes de yudo y futbol he pedido prestados, de cuantos
zapatos de flamenco y zapatillas con clavos he comprado.
Yo espero que me lo agradezcan,
pero cuántas veces uno equivoca el camino sin saberlo. Cuántas veces actuamos
inconscientemente y nuestros gestos se desvanecen frente a palabras
inadecuadas, que horadan una madera delicada. Cierto es que podemos pedir
perdón y con ello sacar los clavos. Pero quedan marcas que sólo el devenir nos
dirá que tan profundas fueron.
Quizás lo único importante, más
allá de lo que podemos darles a nuestros hijos, es saber mirarlos. ¿Somos
capaces de ver sus diferencias y actuar en consecuencia? ¿Y no será que usamos
más seguido de lo que creemos, unos lentes que los uniforman sin distinguir sus
particularidades?
Conozco a una niña de imaginación
desbordante a la que le gusta escribir. Sus padres, gracias a Dios, se
divorciaron –para tranquilidad de los vecinos y salud mental de la niña- y ella
alterna sus semanas viviendo con uno y otro. Entonces, yo me pregunto ¿Qué irá
a ser de esa muchachita soñadora? Para su orgullosa madre, la niña es una
escritora desde siempre; una futura Nobel de Literatura que inventa historias
que entretienen por horas a sus compañeros de colegio y que la profesora
destaca en cada composición que les solicita a los alumnos. Sin embargo, la
misma niña provoca en su padre un gesto de hastío, acompañado según el día, de
una sonrisita irónica y que hace que, si le preguntas por ella, te responda rápido,
como si fuera atrasado a la oficina y no estuviera tomándose un café contigo; como
si quisiera cambiar pronto de tema y le fuera imposible responder a la simple
pregunta de ¿Cómo está?, con algo distinto al desganado “…ahí está la loca de
los cuentos…”.
Cuànta verdad, Nathalie! Detener la mirada ante lo hijos, sin uniformar las expectativas, debiera ser una tarea natural, y sin embargo a veces somos presas de lo condicionado, de lo objetivo, de nuestra propia sub-valoraciòn que detiene el vuelo mas noble y gratificante: saber mirar.
ResponderEliminarCariños mil.
Cristina Tocco