DÍA DE LA (MALA) MADRE


Me imagino que para toda mujer que ha deseado ser madre, que ha cursado un embarazo en el vientre o en el alma y ha parido o adoptado un bebé, el Día de la Madre tiene un significado especial. Aunque hay que reconocer, que la variedad de mujeres es una fauna abismante y la forma de vivir la maternidad, otro tanto. En lo que a mí respecta, soy radical, rotunda y telúrica: pobre del que ose arrebatarme mi día; pobre del que quiera quitarme ese desayuno en la cama con mis niños saltándome en la cabeza, aún en pijamas y con esa cara de sueño y mechas paradas que es el mejor paisaje que puedo tener.
Recuerdo la mañana de un Mayo lejano, en que la parvularia a cargo del nivel de mi hija me anunció con su voz cantarina, que ese año se les había ocurrido la genial idea de que en vez de celebrar el Día de la Madre, se festejaría el Día de la Familia porque así se haría “una gran fiesta incluyendo a papitos y abuelitos”.
Sí, aciertan: me quedé muda, literalmente en shock.
Y, tal como dicen que les pasa a los que están a punto de morir, vi pasar en un segundo y como en una película, mis últimos años. En un segundo me vi doblada de dolor –y miedo- por las contracciones, volví a sentir impotencia y rabia por no haberle avisado a tiempo a las mujeres de mi vida para que me acompañaran; me odié una vez más por mi soberbia de creerme en un trance cualquiera, odié –otra vez- a la matrona por tratarme de exagerada, me sentí nuevamente desamparada ante la cara de fastidio de las enfermeras y su hiriente comentario de “uf, otra primeriza”. Reviví el terror de la sala de parto cuando se transfiguró la cara del doctor y todos empezaron a correr porque algo no andaba bien con mi niña, mastiqué la frustración de haberme preparado durante meses y luchado contra veinte mil prejuicios porque quería un parto natural y ahora, anestesiada, no sentía ni mi cuerpo ni a mi hija.
Sentí subir mi llanto recordando el primer llanto que me cambiaría la vida. Y recordé mis carreras (luego de ser madre, nunca más dejé de correr). Correr para bañarme, correr para llegar al trabajo, correr para amamantar. Recordé cómo era tener los pechos tan llenos que dolían como si me clavaran agujas, recordé las ocasiones en que mi bebé no tomó como debía sino que a pequeños sorbos mientras pasaban los minutos y yo trataba de despertarla, y sabía (y debía pararme e irme sabiéndolo) que la dejaría con hambre. Recordé las veces en que no pude ir a verla y me sacaba leche encerrada en el baño de la oficina, llorando, sintiéndome la peor madre de la tierra. Recordé la vergüenza de manchar la blusa con enormes aureolas de leche porque los protectores no fueron suficientes, recordé la frialdad y molestia de mis colegas porque llegaba –otra vez- atrasada a las reuniones, recordé los mil almuerzos fríos que me llevé a la boca, las cientos de veces en que todos se levantaron de la mesa cuando yo recién me sentaba. Recordé las noches sin dormir, las noches de vómitos y fiebre, las noches de clínica y agujas, las cientos de madrugadas de dormir sentada con mi niña casi de pie en mi regazo, pues era la única forma de que no se obstruyera. Recordé las caminatas que se hacen eternas cuando cargas una cartera, una bolsa de pan para el desayuno, una mochila gigante con pañales, tetes y piluchitos y, la carga más pesada, un bebé llorando.
Recordé también su primera sonrisa, la primera vez que dijo “mamá” y con ello me dejó tatuada hasta la última célula, la primera tarjeta con una manito estampada, el primer corazón (o algo así) de plasticina, recordé su primer disfraz y su primer poema. Recordé el primer juramento que hice en serio y que me salió de las tripas: no puedo enfermarme, jamás.
Y recordé a mis amigas y recordé a los cientos de mujeres que en silencio e invisibles para el mundo, cada día llevan a cabo actos heroicos y ganan batallas sin que nadie se entere. Tuve una abuela que, enormemente salomónica y enormemente pobre, se las ingeniaba para alimentar a sus seis hijos y que sin haber ido a la escuela, conocía a la perfección en cuantas fracciones equivalentes puede repartirse un huevo. Y mi propia mamá, de la que siempre nos burlábamos por preferir comer las alas de pollo. “¡Pero si no tienen nada de carne!” le decíamos, como si ella no lo supiera. Y ella, sin dejar de sonreír, insistía en que le encantaban. Tuvieron que pasar treinta años (¡treinta!) para entender que las pechugas y los trutros carnudos eran para nosotros, sus hijos (yo era la que más se burlaba de ella. No pueden saber la vergüenza que siento. Sólo me consuela la fortuna de tenerla viva y haber podido disculparme. Sé de una que no alcanzó a darse cuenta a tiempo y se lamenta cada día de lo dura que fue juzgando a su propia madre. Y vive el infierno de querer desenterrarla con las uñas de su nicho, sólo para pedirle perdón).
“¿Qué le parece la idea?”, dijo la dulce jovencita, prendiendo así las luces de mi cine. Aún me tomó unos segundos dejar mi película y acostumbrarme a la claridad del presente. La parvularia me miraba con sus ojos redondos y brillantes, me miraba expectante, ansiosa supongo de que yo celebrara su ocurrencia. En fin, me miraba desde sus tiernos y recién cumplidos 24 años. Un gran “no” me salió de las entrañas, mismo que le borró de un plumazo la sonrisa de Barbie soltera. Me hizo saber que se resentía de mi negativa y de mi “falta de cooperación” (¡Ja! ¡Debería agradecerme que no le enterrara la lonchera en la cabeza!). No sé cómo fue la fiesta porque no asistí. No sé cuantas madres faltaron, pero sé que fue más de una (las madres somos expertas inventando excusas).
Me consta que hay madres frías como un pescado, que han vivido la maternidad como un estorbo. Pero para las que no, para las que bien o mal hemos asumido entusiastas el reto (aunque sólo nosotras sepamos las muchas veces que nos sentimos flaquear); a éstas y a las que fueron madres sin planearlo y se sorprendieron de lo hábil que es el amor para la improvisación, a las madres torpes y a las diestras, a las que acarician orgullosas sus estrías como si fueran medallas, a las que tienen cinco niños y les queda tiempo para reír, a las que tienen sólo uno y se sienten superadas, a las que tienen un chiquito con un problema de salud y deben blindar su corazón al mundo y las miradas indiscretas, a las que temen a los pediatras y a las que los mandan a la punta del cerro, a las que cuando anunciaron su embarazo, vieron correr despavorido al noviecito de turno y nunca más supieron de él, a las estrictas y a las permisivas, a las que maldijeron a su Dios por darles un cuerpo que no podía anidar un niño, a las que se sometieron a infinitas manipulaciones y en cada nuevo experimento se les iba la esperanza, hasta que un día les anunciaron que un huevito había prosperado, a las que decidieron adoptar un bebé y descubrieron que se podía parir con el corazón, a las que cada semana se tragan la impotencia por los chantajes del ex marido, a las que parchando su historia son capaces de construir un nuevo hogar y les alcanza el amor para los tuyos, los míos y los nuestros, a todas ellas las invito a un inmenso abrazo de osa, porque todas las madres, buenas y malas, nos merecemos nuestro día.

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