Mamá, odio leer. Yo también,
hijo.
Este es uno de los diálogos más
breves y felices para mi hijo menor en el último tiempo. Una conversación más o
menos parecida tuve hace unos años con mi hija más grande y causó el mismo
efecto. Y claro, es más que entendible la sorpresa y la alegría: mis niños
tienen una madre que se demora meses en renovar unos zapatos que se desarman
solos, pero jamás le falta un libro cerca. Me han visto salir decidida a
comprar un chaleco porque el que uso me llega a las rodillas y está
transparente en los codos, y me han visto regresar con el mismo chaleco y tres
libros nuevos. Entonces, ¿cómo era posible que su mamá, que tiene libros hasta
en el baño, les dijera eso?
Para mi satisfacción, la duda por
la veracidad de mi afirmación estaba descartada pues desde siempre les he dicho
lo que pienso o siento. Entonces les quedaba develar el misterio, que por
supuesto no es tal. Era sólo cuestión de agregar una palabrita, una discreta
precisión que le daba su perfecta estatura a la afirmación: odio leer fomedades.
Por eso odiaba leer en el colegio: porque el programa exigía leer toneladas de
aquellos. Y hasta el día de hoy me enrabia haber perdido un tiempo precioso
dudando de mí frente a la opinión de un experto solemne. Me perdono la torpeza
de mi juicio porque era una niña y si el señor con tantas condecoraciones y
rictus amargado sabía lo que era LA literatura, misma que me causaba
indigestión, entonces claramente el problema era yo. ¡Con decirles que hasta me
matriculé en ingeniería, que viene siendo lo más parecido a pedirle a una vaca que
aprenda a tocar el piano! Comprenderán entonces que yo, que cultivo con
dedicación mis rencores y los riego cada día como al resto de mis macetas, me
acuerde día por medio de ese profesor avinagrado.
Yo no puedo cambiar mi pasado,
pero sí repararlo evitando que se repita. Imaginen pues, la cara de felicidad
de mi hija cuando, sumergida en el sofá leía un libro que le dieron en el
colegio y yo, sin decir agua va, le largué un “Lo que estás leyendo es una
porquería, ¿cierto?” (Está visto que las malas madres podemos ser bastante
brutas en los modos). Si hubieran visto su rostro…fue como si le sacara de la
espalda una enorme mochila. Volvió a sonreír y recuperó la frescura propia de
su edad; volvieron a brillar sus ojos pícaros y sus mejillas tuvieron el saludable
rubor que los caracteriza. Lo más interesante, es que mi hija –liberada de la
obligación de arrodillarse ante el autor- se leyó el libro completo. Y no es
para menos: pudo explorar el libro como si se tratara de cualquier paisaje
nuevo; lo leyó desde la planicie, con ojos críticos, buscando por sí misma los
méritos que pudiera tener. Comentamos y analizamos el libro-bodrio desde todos
los ángulos hasta descubrir por qué era tan malo. De más está decir, que la
pasamos estupendo y a ella le fue regio en su prueba.
No soy experta en literatura y no
pretendo serlo (básicamente porque no es descuartizando párrafos ni cazando
sinécdoques que soy feliz). Mi experiencia es que a los libros se llega igual
que con los amigos y los amores: por afinidad. Los amores por conveniencia
jamás han prosperado, como no sirve enumerar las cualidades “objetivas” de un
galán para enamorarte de él. Así es que a los padres y madres interesados en
incentivar la lectura en sus hijos –o en cualquiera- recomiendo lo que dice
Daniel Pennac: presentarlos y dejarlos solos. Algo así como: hija, te presento
a Roald Dahl. Roald, te presento a mi hija Sofía. A veces, surge la chispa.
Otras veces, no. Ella, con sus 11 añitos, se enamoró de él, especialmente de su
libro “Las Brujas”, al igual que de Mauricio Paredes y su libro “La familia
guácatela”.
Por su parte, mi hijo Felipe ha
sido el más reticente con los libros. Cada vez que llegaba el momento de leer
las dos páginas diarias que ordenaba la profesora, repentinamente aparecían
nubarrones en su ánimo y declaraba rotundo “¡Es el peor día de mi vida!”. Hasta
que una tarde, en vez de dos páginas, leyó 16! La cosa sucedió así: Felipe llevaba
mucho tiempo en silencio (que como toda madre sabe, es una conducta altamente
sospechosa en cualquier criatura que mida menos de un metro) y fui a verlo a su
pieza. Entonces, sin necesidad de preguntarle nada, me dijo que el libro que
estaba leyendo le gustaba mucho. ¿Y qué es lo que te gusta?, dije yo con mi voz
melodiosa. “Es que es de la realeza”. Yo puse la misma cara que ustedes. Además,
me constaba que en el libro no había ni reinas ni príncipes ni castillos.
Cierto es que había un pequeño dragón en la historia, pero más parecía un gato
y era la mascota del chico a quien acompañaba a la escuela.
-
¿Cómo de la realeza, Felipe?
-
De la realeza, mamá, porque es real que en el
colegio molestan a los niños gordos.
Así fue como “El dragón de Jano” (de
Irina Korschunow),
que originalmente mi hijo había pedido en préstamo, pasó a formar parte de la
biblioteca familiar. Partí feliz a comprárselo y seguí feliz toda la semana: por
primera vez, un texto había “tocado” a mi hijo como si en vez de un libro,
fuera la varita de un hada.
Los que hemos vivido la
experiencia de ser “tocados” por un libro, sabemos que dicho encuentro tiene
algo de mágico; uno “vuelve” transformado y con un aura especial que se nota a
kilómetros. Hay ensayos sesudos dedicados a explicar el fenómeno. Para mí es
simple: el chispazo se produce cuando conociendo a otro que supones un extraño,
descubres una raíz que te hermana con él; cuando descubres, incrédulo, que en
realidad nunca has estado solo porque existe al menos una persona en el planeta
que te entiende. Y con eso te basta.
Un amigo -de esos que no sabes
cómo ni cuándo acamparon en tu corazón-, ríe a carcajadas leyendo un libro que
le recomendé. Él es un fanático del futbol y supuse que “Fiebre en las gradas” (de
Nick Hornby)
le gustaría, pero no a tal extremo. “Es que es la pura verdad”, me dice,
todavía riéndose. Y yo lo entiendo. Se ríe porque se reconoce en lo relatado. Mi
querido amigo no lo dijo así, pero bien podría haber dicho “¡Me gustó porque es
de la realeza!”.
Hay gente que nunca se ha
enamorado. Quizás hayan sentido cariño por otros, pero nunca han caído en ese
arrobamiento que es estar enamorados. A estos y a los que no les gusta leer,
les digo lo mismo: sigan intentándolo. Créanme que vale la pena.
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