Venía de vuelta de dejar a mi marido en su
oficina. Y como cada día, tenía planeado estacionar el auto en nuestra casa e
irme a un agradable café cercano donde suelo trabajar. Cuando esperaba para
virar hacia mi calle, vi a un chiquito apoyado en un poste que lloraba en
silencio, disimuladamente. Su cara permanecía inmutable mientras le corrían
lágrimas por las mejillas. Vestía el uniforme del colegio al que también van
mis hijos y que está justo en frente. El cielo estaba despejado y el piso
húmedo. Hacía mucho frío. Una mujer, muy dulce en sus gestos, le hablaba, le
acariciaba el pelo. Y cada tanto se inclinaba para hablarle mirándolo a los
ojos. El chiquito miraba al infinito. El bocinazo insistente y prepotente de un
automovilista de la exclusiva zona a la que dudo logre habituarme, me recordó
que ya podía virar. Así es que me alejé de los dos seres que capturaron mi
atención -y corazón- por unos breves, y curiosamente larguísimos segundos.
Dejé mi auto, recogí mi computador y mis papeles de la casa, y me fui caminando
a mi café. No había avanzado mucho cuando los descubrí donde mismo. He visto
cientos de mamás con sus hijos a la entrada del colegio. Como vivo cerca, es
una escena que se repite cada día. Pero había algo esta vez, no sabría decir
qué, que me inquietó. Algo, claramente, no andaba bien. Seguí caminando sin
perderlos de vista. Suelo ser una persona respetuosa. A mí la buena educación
me dice que no hay que meterse en asuntos ajenos salvo que algo se vaya de las
manos, que haya un peligro evidente. Aquí no, no había gritos ni zamarreos.
Sólo una mujer que habla con su hijo. Sin embargo, no sé por qué, quizás porque
no soy tan educada como creo o quizás porque mi corazón responde a otros
llamados para los que mi razón es sorda, cuando los tuve cerca les dije “¿Está
todo bien? ¿Necesitan algo? Vivo cerca…”.
Podría haber seguido de largo. Ellos hablaban tranquilamente y ella no dejaba
de acariciar la cabeza del chiquito. Cuando le hablaba, le buscaba la mirada
pero él seguía sin estar; estaba su cuerpo que temblaba, pero él estaba lejos,
muy lejos. Eran casi las 10 de la mañana, así es que el muchachito llevaba un
par de horas parado (¿paralizado?) a pasos de la entrada del colegio. No se
había sacado la enorme mochila de la espalda. Sé que pesa una enormidad porque
mi hija carga una igual. El niño es muy delgado y tiembla con el frio que a
todos nos cala. Es una mañana después de una copiosa lluvia, es una mañana de
esas engañadoras con un sol radiante que no calienta nada. Y confirmo que mi
alarma no era infundada. La dulce mujer me dice que no es su hijo, que
volviendo de dejar a sus propios hijos lo vio detenido en esa esquina y que
algo la inquietó. No necesitamos conocernos con esa mujer para, en ese minuto,
hermanarnos. Su angustia es la misma que me recorre a mí de pies a cabeza.
El chiquito no quiere entrar al colegio. “Hijo, no te puedes quedar aquí” dice
ella. “No puedo entrar”, dice él. “Pero ¿por qué?, te acompañamos si quieres”
“No, no puedo”, es todo lo que logramos sacarle. Sigue llorando en silencio y
entre las dos intentamos reconfortarlo, hablamos y hablamos y parecemos dos
leonas lamiendo a un cachorro asustado. El chiquito no habla, sólo tiembla y
llora. No tiene más de diez años y está en la calle solo. Le ofrecemos llamar a
su mamá o a quien quiera. Se niega. Ya no recuerdo todo lo que dijimos entre
esa cercana desconocida y yo. Que no importaba por qué no había entrado cuando
debía, que no se preocupara, que quizás la inspectora lo iba a retar por llegar
tarde pero que bastaba que le explicara que no se sentía bien, que nosotras
podíamos ayudarlo y hablar con ella, que llamáramos a su mamá, que ella iba a
entender sus razones cualquiera que estas fueran (¿entendería?), que nada es
tan grave que no se pueda solucionar, que hay gente que lo quiere y lo puede
ayudar, que a todos nos ha pasado tener problemas, que la mamá se iba a
preocupar creyéndolo en el colegio, que debía saberlo, que es peligroso que se
quede en la calle. En fin, hablamos y hablamos y sólo obteníamos por respuesta
que negara con la cabeza. Y llorara. No sé quien de las dos le preguntó si
alguien sabía de su problema y dijo que sí, su mamá. Y no volvió a hablar.
Estábamos en una situación insostenible. Ninguna de las dos podía quedarse,
pero no podíamos dejar al muchachito ahí. Le ofrecimos nuevamente acompañarlo
al colegio y se negó. Le explicamos que no podíamos dejarlo ahí, que
avisaríamos al colegio. No dijo nada. Estuvimos otros diez minutos tratando de
que aceptara, pero no hubo caso. Así es que la mujer fue al colegio y yo me
quedé acompañándolo. Al poco rato llegaron dos de los inspectores, que son de
las grandes y valiosas cualidades que tiene este colegio: las personas que
trabajan en él. Incluidos los ogros más enojones y estrictos, tienen corazones protectores
con los niños y saben distinguir con astucia una pataleta de un dolor. Entre
los 2500 alumnos que estos dos inspectores cuidan cada día, apenas lo tuvieron
cerca dijeron “¿Qué pasa Federico?”. Incluso yo sentí el reconfortante calor de
ser llamado por su nombre. Federico sólo bajó la cabeza y lloró con fuerza. Lo
abrazaron y él se dejó abrazar. La mujer y yo respiramos aliviadas. Al menos el
niño no estaría solo en una esquina. Los inspectores nos tranquilizaron.
Llamarían a la mamá y llevarían al niño al colegio para que tomara algo
caliente. Federico se fue con ellos. Y nos quedamos la mujer y yo sin saber qué
hacer. Habíamos hecho lo que correspondía, eso nos tranquilizaba. Los
inspectores nos agradecieron lo hecho. Nos despedimos. Cada una se fue por su
lado. Pero, y aunque no lo comentamos, sé que ambas quedamos inquietas.
Ese niño podría ser el hijo de cualquiera de nosotras. ¿Cuántas infinitas
veces, yo he dejado a los míos en el colegio suponiendo que todo anda bien? La
mamá de Federico ni remotamente sospechaba que cuando dejó a su hijito a la
entrada del colegio, éste jamás ingresó. Según el niño, su mamá conocía su
problema. ¿Lo sabía realmente? Yo misma, mil veces he creído entender a mis
hijos y me he equivocado; he creído comprender una dificultad y sin embargo se
me han escapado matices e implicancias insospechadas. Es fácil imaginar que la
madre dejó a Federico en el colegio suponiendo que estaría de mal genio o con
“maña”, pero firme en la decisión de que no debía faltar por capricho. Uno
entiende perfectamente a esa mamá. Yo por lo menos, la entiendo.
Y, sin embargo, a esa mamá “se le pasó” la gravedad de lo que le ocurría a su
hijo. Pues, no tengo dudas de que, fuera lo que fuera que le pasaba a Federico,
era grave. Sólo algo grave inunda de ese modo a una criatura hasta dejarlo
fuera de sí. Un niño puede temer un reto o un castigo del profesor o de los
padres, pero no sentir terror. Insisto, lo que esa mujer que lo encontró y yo
vimos, no era un niño con pena o rabia; el niño que encontramos esa mujer y yo,
era puro dolor que se expresaba en un cuerpo diminuto, poseyéndolo por
completo. No lloraba como niño. Era un llanto profundo y silencioso; un llanto
que venía de otra fuente, muy distinto al que se manifiesta cuando no se satisface
un capricho. Estoy segura que eso fue lo que a esa mujer y a mí nos inquietó y
nos arrancó de nuestra rutina de leonas: los niños no lloran así. Más aún, los
niños no deben llorar así. Y si lo hacen, es que algo no anda bien.
Las leonas lo sabemos. En el día a día, las leonas podremos dejar que el león
se luzca, podremos ser las últimas en comer y alimentarnos de las sobras que
dejan los demás, podremos ser discretas y no andar alardeando de nuestras
cacerías, pero rugimos con fuerza y nada ni nadie nos detiene si un cachorro
está en peligro. Por eso, a riesgo de parecer entrometida, volveré al colegio a
preguntar por el niño, pues prefiero pecar de entrometida que de indiferente.
Las buenas madres están preocupadas de que no se les salte el barniz de uñas y
cuentan a sus hijos en la camioneta para que no se les quede ninguno. Salvo
eso, el resto la tiene sin cuidado. En cambio las malas madres nos metemos
donde no nos llaman porque propio o ajeno, para una leona cualquier hijo es su
hijo.
PD: A todas las leonas preocupadas, les cuento que estuve averiguando y me
dijeron que están atentos a Federico. Al parecer no está llevando bien la
separación de los papás y le ha costado adaptarse a las exigencias de 6º grado
que en este colegio equivale a pasar a secundaria.
Estoy más tranquila porque aunque me han mirado con cara de "y a esta
vieja quien le echó fichas", me digo que ojalá hubiera habido "viejas
metidas" en otros casos espeluznantes que hemos visto en las noticias;
estoy segura que más de alguien notó algo raro, pero pensó que eran ideas
suyas...